martes, 28 de julio de 2009

FIN

37

El comienzo


Incluso un mes después, al rememorar los días que siguie­ron, Harry se daba cuenta de que se acordaba de muy pocas cosas. Era como si hubiera pasado demasiado para añadir nada más. Las recapitulaciones que hacía resultaban muy dolorosas. Lo peor fue, tal vez, el encuentro con los Diggory que tuvo lugar a la mañana siguiente.
No lo culparon de lo ocurrido. Por el contrario, ambos le agradecieron que les hubiera llevado el cuerpo de su hijo. Durante toda la conversación, el señor Diggory no dejó de sollozar. La pena de la señora Diggory era mayor de la que se puede expresar llorando.
—Sufrió muy poco, entonces —musitó ella, cuando Harry le explicó cómo había muerto—. Y, al fin y al cabo, Amos... murió justo después de ganar el Torneo. Tuvo que sentirse feliz.
Al levantarse, ella miró a Harry y le dijo:
—Ahora cuídate tú.
Harry cogió la bolsa de oro de la mesita.
—Tomen esto —le dijo a la señora Diggory—. Tendría que haber sido para Cedric: llegó el primero. Cójanlo...
Pero ella lo rechazó.
—No, es tuyo. Nosotros no podríamos... Quédate con él.


Harry volvió a la torre de Gryffindor a la noche siguiente. Por lo que le dijeron Ron y Hermione, aquella mañana, du­rante el desayuno, Dumbledore se había dirigido a todo el colegio. Simplemente les había pedido que dejaran a Harry tranquilo, que nadie le hiciera preguntas ni lo forzara a con­tar la historia de lo ocurrido en el laberinto. Él notó que la mayor parte de sus compañeros se apartaban al cruzarse con él por los corredores, y que evitaban su mirada. Al pa­sar, algunos cuchicheaban tapándose la boca con la mano. Le pareció que muchos habían dado crédito al artículo de Rita Skeeter sobre lo trastornado y posiblemente peligroso que era. Tal vez formularan sus propias teorías sobre la ma­nera en que Cedric había muerto. Se dio cuenta de que no le preocupaba demasiado. Disfrutaba hablando de otras cosas con Ron y Hermione, o cuando jugaban al ajedrez en silen­cio. Sentía que habían alcanzado tal grado de entendimien­to que no necesitaban poner determinadas cosas en pala­bras: que los tres esperaban alguna señal, alguna noticia de lo que ocurría fuera de Hogwarts, y que no valía la pena es­pecular sobre ello mientras no supieran nada con seguri­dad. La única vez que mencionaron el tema fue cuando Ron le habló a Harry del encuentro entre su madre y Dumbledo­re, antes de volver a su casa.
—Fue a preguntarle si podías venir directamente con nosotros este verano —dijo—. Pero él quiere que vuelvas con los Dursley, por lo menos al principio.
—¿Por qué? —preguntó Harry.
—Mi madre ha dicho que Dumbledore tiene sus moti­vos —explicó Ron, moviendo la cabeza—. Supongo que tene­mos que confiar en él, ¿no?
La única persona aparte de Ron y Hermione con la que se sentía capaz de hablar era Hagrid. Como ya no había pro­fesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, tenían aquella hora libre. En la del jueves por la tarde aprovecharon para ir a visitarlo a su cabaña. Era un día luminoso. Cuando se acercaron, Fang salió de un salto por la puerta abierta, la­drando y meneando la cola sin parar.
—¿Quién es? —dijo Hagrid, dirigiéndose a la puerta—. ¡Harry!
Salió a su encuentro a zancadas, aprisionó a Harry con un solo brazo, lo despeinó con la mano y dijo:
—Me alegro de verte, compañero. Me alegro de verte.
Al entrar en la cabaña, vieron delante de la chimenea, sobre la mesa de madera, dos platos con sendas tazas del ta­maño de calderos.
—He estado tomando té con Olympe —explicó Hagrid—. Acaba de irse.
—¿Con quién? —preguntó Ron, intrigado.
—¡Con Madame Maxime, por supuesto! —contestó Hagrid.
—¿Habéis hecho las paces? —quiso saber Ron.
—No entiendo de qué me hablas —contestó Hagrid sin darle importancia, yendo al aparador a buscar más ta­zas.
Después de preparar té y de ofrecerles un plato de pas­tas, volvió a sentarse en la silla y examinó a Harry deteni­damente con sus ojos de azabache.
—¿Estás bien? —preguntó bruscamente.
—Sí —respondió Harry.
—No, no lo estás. Por supuesto que no lo estás. Pero lo estarás.
Harry no repuso nada.
—Sabía que volvería —dijo Hagrid, y Harry, Ron y Her­mione lo miraron, sorprendidos—. Lo sabía desde hacía años, Harry. Sabía que estaba por ahí, aguardando el mo­mento propicio. Tenía que pasar. Bueno, ya ha ocurrido, y tendremos que afrontarlo. Lucharemos. Tal vez lo reduzca­mos antes de que se haga demasiado fuerte. Eso es lo que Dumbledore pretende. Un gran hombre, Dumbledore. Mientras lo tengamos, no me preocuparé demasiado.
Hagrid alzó sus pobladas cejas ante la expresión de in­credulidad de sus amigos.
—No sirve de nada preocuparse —afirmó—. Lo que venga, vendrá, y le plantaremos cara. Dumbledore me con­tó lo que hiciste, Harry. —El pecho de Hagrid se infló al mi­rarlo—. Fue lo que hubiera hecho tu padre, y no puedo dirigirte mayor elogio.
Harry le sonrió. Era la primera vez que sonreía desde hacía días.
—¿Qué fue lo que Dumbledore te pidió que hicieras, Hagrid? Mandó a la profesora McGonagall a pediros a ti y a Madame Maxime que fuerais a verlo... aquella noche.
—Nos ha puesto deberes para el verano —explicó Ha­grid—. Pero son secretos. No puedo hablar de ello, ni siquiera con vosotros. Olympe... Madame Maxime para vosotros... tal vez venga conmigo. Creo que sí. Creo que la he convencido.
—¿Tiene que ver con Voldemort?
Hagrid se estremeció al oír aquel nombre.
—Puede —contestó evasivamente—. Y ahora... ¿quién quiere venir conmigo a ver el último escreguto? ¡Era broma, era broma! —se apresuró a añadir, viendo la cara que po­nían.


La noche antes del retorno a Privet Drive, Harry preparó su baúl, lleno de pesadumbre. Sentía terror ante el banquete de fin de curso, que era motivo de alegría otros años, cuando se aprovechaba para anunciar el ganador de la Copa de las Casas. Desde que había salido de la enfermería, había pro­curado no ir al Gran Comedor a las horas en que iba todo el mundo, y prefería comer cuando estaba casi vacío para evi­tar las miradas de sus compañeros.
Cuando él, Ron y Hermione entraron en el Gran Come­dor, vieron enseguida que faltaba la acostumbrada decora­ción: para el banquete de fin de curso solía lucir los colores de la casa ganadora. Aquella noche, sin embargo, había col­gaduras negras en la pared de detrás de la mesa de los pro­fesores. Harry no tardó en comprender que eran una señal de respeto por Cedric.
El auténtico Ojoloco Moody estaba allí sentado, con el ojo mágico y la pata de palo puestos en su sitio. Parecía ex­tremadamente nervioso, y cada vez que alguien le hablaba daba un respingo. Harry no se lo podía echar en cara: era ló­gico que el miedo de Moody a ser víctima de un ataque se hubiera incrementado tras diez meses de secuestro en su propio baúl. La silla del profesor Karkarov se encontraba vacía. Harry se preguntó, al sentarse con sus compañeros de Gryffindor, dónde estaría en aquel momento, y si Volde­mort lo habría atrapado.
Madame Maxime seguía allí. Se había sentado al lado de Hagrid. Hablaban en voz baja. Más allá, junto a la profe­sora McGonagall, se hallaba Snape. Sus ojos se demoraron un momento en Harry mientras éste lo miraba. Era difícil interpretar su expresión, pero parecía tan antipático y mal­humorado como siempre. Harry siguió observándolo mucho después de que él hubo retirado la mirada.
¿Qué sería lo que Snape había tenido que hacer, por orden de Dumbledore, la noche del retorno de Voldemort? Y ¿por qué... por qué estaba tan convencido Dumbledore de que Snape se hallaba realmente de su lado? Había sido su espía, eso había dicho Dumbledore en el pensadero. Y se ha­bía pasado a su lado, «asumiendo graves riesgos persona­les». ¿Era ése el trabajo que había tenido que hacer? ¿Había entrado en contacto con los mortífagos, tal vez? ¿Había fingi­do que nunca se había pasado realmente al bando de Dum­bledore, que había estado esperando su momento, como el propio Voldemort?
Los pensamientos de Harry se vieron interrumpidos por el profesor Dumbledore, que se levantó de su silla en la mesa de profesores. El Gran Comedor, que sin duda había estado mucho menos bullanguero de lo habitual en un ban­quete de fin de curso, quedó en completo silencio.
—El fin de otro curso —dijo Dumbledore, mirándolos a todos.
Hizo una pausa, y posó los ojos en la mesa de Huffle­puff. Aquélla había sido la mesa más silenciosa ya antes de que él se pusiera en pie, y seguían teniendo las caras más pálidas y tristes del Gran Comedor.
—Son muchas las cosas que quisiera deciros esta noche —dijo Dumbledore—, pero quiero antes que nada lamentar la pérdida de una gran persona que debería estar ahí senta­da —señaló con un gesto hacia los de Hufflepuff—, disfru­tando con nosotros este banquete. Ahora quiero pediros, por favor, a todos, que os levantéis y alcéis vuestras copas para brindar por Cedric Diggory.
Así lo hicieron. Hubo un estruendo de bancos arrastra­dos por el suelo cuando se pusieron en pie, levantaron las copas y repitieron, con voz potente, grave y sorda:
—Por Cedric Diggory.
Harry vislumbró a Cho a través de la multitud. Le caían por la cara unas lágrimas silenciosas. Cuando volvie­ron a sentarse, bajó la vista a la mesa.
—Cedric ejemplificaba muchas de las cualidades que distinguen a la casa de Hufflepuff —prosiguió Dumbledo­re—. Era un amigo bueno y leal, muy trabajador, y se com­portaba con honradez. Su muerte os ha afligido a todos, lo conocierais bien o no. Creo, por eso, que tenéis derecho a sa­ber qué fue exactamente lo que ocurrió.
Harry levantó la cabeza y miró a Dumbledore.
—Cedric Diggory fue asesinado por lord Voldemort.
Un murmullo de terror recorrió el Gran Comedor. Los alumnos miraban a Dumbledore horrorizados, sin atre­verse a creerle. Él estaba tranquilo, viéndolos farfullar en voz baja.
—El Ministerio de Magia —continuó Dumbledore— no quería que os lo dijera. Es posible que algunos de vuestros padres se horroricen de que lo haya hecho, ya sea porque no crean que Voldemort haya regresado realmente, o porque opinen que no se debe contar estas cosas a gente tan joven. Pero yo opino que la verdad es siempre preferible a las men­tiras, y que cualquier intento de hacer pasar la muerte de Cedric por un accidente, o por el resultado de un grave error suyo, constituye un insulto a su memoria.
En aquel momento, todas las caras, aturdidas y asusta­das, estaban vueltas hacia Dumbledore... o casi todas. Harry vio que, en la mesa de Slytherin, Draco Malfoy cuchicheaba con Crabbe y Goyle. Sintió un vehemente acceso de ira. Se obligó a mirar a Dumbledore.
—Hay alguien más a quien debo mencionar en relación con la muerte de Cedric —siguió Dumbledore—. Me refiero, claro está, a Harry Potter.
Un murmullo recorrió el Gran Comedor al tiempo que algunos volvían la cabeza en dirección a Harry antes de mi­rar otra vez a Dumbledore.
—Harry Potter logró escapar de Voldemort —dijo Dum­bledore—. Arriesgó su vida para traer a Hogwarts el cuerpo de Cedric. Mostró, en todo punto, el tipo de valor que muy pocos magos han demostrado al encararse con lord Volde­mort, y por eso quiero alzar la copa por él.
Dumbledore se volvió hacia Harry con aire solemne, y volvió a levantar la copa. Casi todos los presentes siguieron su ejemplo, murmurando su nombre como habían murmu­rado el de Cedric, y bebieron a su salud. Pero, a través de un hueco entre los compañeros que se habían puesto en pie, Harry vio que Malfoy, Crabbe, Goyle y muchos otros de Slytherin permanecían desafiantemente sentados, sin to­car las copas. Dumbledore, que a pesar de todo carecía de ojo mágico, no se dio cuenta.
Cuando todos volvieron a sentarse, prosiguió:
—El propósito del Torneo de los tres magos fue el de promover el buen entendimiento entre la comunidad mági­ca. En vista de lo ocurrido, del retorno de lord Voldemort, tales lazos parecen ahora más importantes que nunca.
Dumbledore pasó la vista de Hagrid y Madame Maxi­me a Fleur Delacour y sus compañeros de Beauxbatons, y de éstos a Viktor Krum y los alumnos de Durmstrang, que estaban sentados a la mesa de Slytherin. Krum, según vio Harry, parecía cauteloso, casi asustado, como si esperara que Dumbledore dijera algo contra él.
—Todos nuestros invitados —continuó, y sus ojos se de­moraron en los alumnos de Durmstrang— han de saber que serán bienvenidos en cualquier momento en que quieran volver. Os repito a todos que, ante el retorno de lord Volde­mort, seremos más fuertes cuanto más unidos estemos, y más débiles cuanto más divididos.
»La fuerza de lord Voldemort para extender la discor­dia y la enemistad entre nosotros es muy grande. Sólo pode­mos luchar contra ella presentando unos lazos de amistad y mutua confianza igualmente fuertes. Las diferencias de costumbres y lengua no son nada en absoluto si nuestros propósitos son los mismos y nos mostramos abiertos.
»Estoy convencido (y nunca he tenido tantos deseos de estar equivocado) de que nos esperan tiempos difíciles y os­curos. Algunos de vosotros, en este salón, habéis sufrido ya directamente a manos de lord Voldemort. Muchas de vues­tras familias quedaron deshechas por él. Hace una semana, un compañero vuestro fue aniquilado.
»Recordad a Cedric. Recordadlo si en algún momento de vuestra vida tenéis que optar entre lo que está bien y lo que es cómodo, recordad lo que le ocurrió a un muchacho que era bueno, amable y valiente, sólo porque se cruzó en el ca­mino de lord Voldemort. Recordad a Cedric Diggory.

· · ·

El baúl de Harry estaba listo. Hedwig se encontraba de nuevo en la jaula, y la jaula encima del baúl. Con el resto de los alumnos de cuarto, él, Ron y Hermione aguardaban en el abarrotado vestíbulo los carruajes que los llevarían de vuelta a la estación de Hogsmeade. Era otro hermoso día de verano. Se imaginó que, cuando llegara aquella no­che, en Privet Drive haría calor y los jardines estarían frondosos, con macizos de flores convertidos en un derro­che de color. Pero pensar en ello no le proporcionó ningún placer.
—¡«Hagui»!
Miró a su alrededor. Fleur Delacour subía velozmente la escalinata de piedra para entrar en el castillo. Tras ella, vio a Hagrid ayudando a Madame Maxime a hacer recular dos de sus gigantescos caballos para engancharlos: el ca­rruaje de Beauxbatons estaba a punto de despegar.
—Nos «volveguemos» a «veg», «espego» —dijo Fleur, tendiéndole la mano al llegar ante él—. «Quiego encontgag tgabajo» aquí «paga mejogag» mi inglés.
—Ya es muy bueno —señaló Ron con la voz ahogada.
Fleur le sonrió. Hermione frunció el entrecejo.
—Adiós, «Hagui» —se despidió Fleur, dando media vuelta para irse—. ¡Ha sido un «placeg conocegre»!
El ánimo de Harry se alegró un poco, mientras contem­plaba a Fleur volviendo a la explanada con Madame Maxi­me. Su plateado pelo ondeaba a la luz del sol.
—Me pregunto cómo volverán los de Durmstrang —co­mentó Ron—. ¿Crees que podrán manejar el barco sin Kar­karov?
—«Karrkarrov» no lo manejaba —dijo una voz ronca—. Se quedaba en el «camarrote» y nos dejaba «hacerr» el «trra­bajo». —Krum se había acercado para despedirse de Her­mione—. ¿«Podrríamos hablarr»? —le preguntó.
—Eh... claro... claro... —contestó Hermione, algo confu­sa, y siguió a Krum por entre la multitud hasta perderse de vista.
—¡Será mejor que te des prisa! —le gritó Ron—. ¡Los carruajes llegarán dentro de un minuto!
Pero dejó que Harry se ocupara de mirar si llegaban o no los carruajes, y él se pasó los minutos siguientes levan­tando el cuello para vigilar a Krum y Hermione por encima de la multitud. No tardaron en volver. Ron observó a Her­mione, pero su rostro estaba impasible.
—Me gustaba «Diggorry» —le dijo Krum a Harry de re­pente—. «Siemprre erra» amable conmigo. «Siemprre.» Aunque yo «estuvierra» en «Durrmstrrang», con «Karrka­rrov» —añadió, ceñudo.
—¿Tenéis ya nuevo director? —preguntó Harry.
Krum se encogió de hombros. Tendió la mano como ha­bía hecho Fleur, y estrechó la de Harry y la de Ron.
Ron parecía inmerso en una lucha interna. Krum ya se iba cuando él le gritó:
—¿Me firmas un autógrafo?
Hermione se volvió, sonriendo, y observó los carruajes sin caballos que rodaban hacia ellos, subiendo por el cami­no, mientras Krum, sorprendido pero halagado, le firmaba a Ron un pedazo de pergamino.


El tiempo no pudo ser más diferente en el viaje de vuelta a King’s Cross de lo que había sido a la ida en septiembre. No había ni una nube en el cielo. Harry, Ron y Hermione habían conseguido un compartimiento para ellos solos. Pigwidgeon iba de nuevo tapado bajo la túnica de gala de Ron, para que no estuviera todo el tiempo chillando. Hedwig dormitaba con la cabeza bajo el ala, y Crookshanks se había hecho un ovillo sobre un asiento libre, y parecía un peluche de color canela. Harry, Ron y Hermione hablaron más y más libre­mente que en ningún momento de la semana precedente, mientras el tren marchaba hacia el sur. Parecía que el dis­curso de Dumbledore en el banquete de fin de curso había hecho desaparecer la reserva de Harry. Ya no le resultaba tan doloroso tratar de lo ocurrido. Sólo dejaron de hablar de lo que Dumbledore podría hacer para detener a Voldemort cuando llegó el carrito de la comida.
Cuando Hermione regresó del carrito y guardó el dine­ro en la mochila, sacó un ejemplar de El Profeta que llevaba en ella.
Harry lo miró, no muy seguro de querer saber lo que de­cía, pero Hermione, al ver su actitud, le comento con voz tran­quila:
—No viene nada. Puedes comprobarlo por ti mismo: no hay nada en absoluto. Lo he estado mirando todos los días. Sólo una breve nota al día siguiente de la tercera prueba di­ciendo que ganaste el Torneo. Ni siquiera mencionaron a Cedric. Nada de nada. Si queréis mi opinión, creo que Fud­ge los ha obligado a silenciarlo.
—Nunca silenciará a Rita Skeeter —afirmó Harry—. No con semejante historia.
—Ah, Rita no ha escrito absolutamente nada desde la tercera prueba —aseguró Hermione con voz extrañamente ahogada—. De hecho, Rita Skeeter no escribirá nada du­rante algún tiempo. No a menos que quiera que le descubra el pastel.
—¿De qué hablas? —inquirió Ron.
—He averiguado cómo se las arregla para escuchar con­versaciones privadas cuando tiene prohibida la entrada a los terrenos del colegio —dijo Hermione rápidamente.
Harry tuvo la impresión de que ella llevaba días mu­riéndose de ganas de contarlo, pero que se reprimía por todo lo que había ocurrido.
—¿Cómo lo hacía? —preguntó Harry de inmediato.
—¿Cómo lo averiguaste? —preguntó a su vez Ron, mi­rándola.
—Bueno, en realidad fuiste tú quien me dio la idea, Harry.
—¿Yo? ¿Cómo?
—Con tus micrófonos ocultos —contestó Hermione muy contenta.
—Pero los micrófonos no funcionan...
—No los electrónicos. No, pero Rita Skeeter es ella mis­ma como un minúsculo micrófono negro... Rita Skeeter es una animaga no registrada. Puede convertirse... —Hermio­ne sacó de la mochila un pequeño tarro de cristal cerrado— en un escarabajo.
—¡Bromeas! —exclamó Ron—. Tú no has... Ella no...
—Sí, ella sí —declaró Hermione muy contenta, blan­diendo el tarro ante ellos.
Dentro había ramitas, hojas y un escarabajo grande y gordo.
—Eso no puede ser... Nos estás tomando el pelo —dijo Ron, poniendo el tarro a la altura de los ojos.
—No, en serio —afirmó Hermione sonriendo—. Lo cogí en el alféizar de la ventana de la enfermería. Si lo miráis de cerca veréis que las marcas alrededor de la antena son como las de esas espantosas gafas que lleva.
Harry miró y vio que tenía razón. Recordó algo.
—¡Había un escarabajo en la estatua la noche en que oímos a Hagrid hablarle a Madame Maxime de su madre!
—¡Exacto! —confirmó Hermione—. Y Viktor Krum me quitó un escarabajo del pelo después de nuestra conversa­ción junto al lago. Y, si no me equivoco, Rita estaría en el al­féizar de la clase de Adivinación el día en que te dolió la cicatriz. Se ha pasado el año revoloteando por ahí en busca de historias.
—Cuando vimos a Malfoy debajo de aquel árbol... —dijo Ron pensativo.
—Estaba contándole cosas, la tenía en la mano —conti­nuó Hermione—. Por supuesto, él lo sabía. Así es como ella ha obtenido esas entrevistas tan encantadoras con los de Slytherin. A ellos les daba igual que ella estuviera haciendo algo ilegal mientras pudieran contarle cosas horribles sobre nosotros y Hagrid.
Hermione cogió el tarro de cristal que le había pasado a Ron, y sonrió al escarabajo, que revoloteaba pegándose fu­riosos golpes contra el cristal.
—Le he explicado que la dejaré salir cuando lleguemos a Londres. Al tarro le he echado un encantamiento irrompi­bilizador, para que ella no pueda transformarse. Y ya sabe que tiene que estar calladita un año entero. Veremos si pue­de dejar el hábito de escribir horribles mentiras sobre la gente.
Sonriendo serenamente, Hermione volvió a meter el es­carabajo en la mochila.
La puerta del compartimiento se abrió.
—Muy lista, Granger —dijo Draco Malfoy.
Crabbe y Goyle estaban tras él. Los tres parecían más satisfechos, arrogantes y amenazadores que nunca.
—O sea que has pillado a esa patética periodista —aña­dió Malfoy pensativamente, asomándose y mirándolos con una leve sonrisa en los labios—, y Potter vuelve a ser el niño favorito de Dumbledore. Mola. —Su sonrisa se acentuó. Crabbe y Goyle también los miraban con sonrisas malévo­las—. Intentando no pensar en ello, ¿eh? ¿Haciendo como si no hubiera ocurrido?
—Fuera —dijo Harry.
No había vuelto a tener a Malfoy cerca desde que lo ha­bía visto cuchichear con Crabbe y Goyle durante el discurso de Dumbledore sobre Cedric. Sintió un zumbido en los oí­dos. Bajo la túnica, su mano agarró la varita.
—¡Has elegido el bando perdedor, Potter! ¡Te lo advertí! Te dije que debías escoger tus compañías con más cuidado, ¿recuerdas? Cuando nos encontramos en el tren, el día de nuestro ingreso en Hogwarts. ¡Te dije que no anduvieras con semejante chusma! —señaló con la cabeza a Ron y Her­mione—. ¡Ya es demasiado tarde, Potter! ¡Ahora que ha re­tornado el Señor Tenebroso, los sangre sucia y los amigos de los muggles serán los primeros en caer! Bueno, los primeros no, los segundos: el primero ha sido Digg...
Fue como si alguien hubiera encendido una caja de ben­galas en el compartimiento. Cegado por el resplandor de los encantamientos que habían partido de todas direcciones, ensordecido por los estallidos, Harry parpadeó y miró al suelo.
Malfoy, Crabbe y Goyle estaban inconscientes en el hueco de la puerta. Harry, Ron y Hermione se habían pues­to de pie después de lanzarles distintos maleficios. Y no eran los únicos que lo habían hecho.
—Quisimos venir a ver qué buscaban estos tres —dijo Fred como sin querer la cosa, pisando a Goyle para entrar en el compartimiento. Había sacado la varita, igual que George, que tuvo buen cuidado de pisar a Malfoy al entrar tras Fred.
—Un efecto interesante —dijo George mirando a Crab­be—. ¿Quién le lanzó la maldición furnunculus?
—Yo —admitió Harry.
—Curioso —comentó George—. Yo le lancé el embrujo piernas de gelatina. Se ve que no hay que mezclarlos: se le ha llenado la cara de tentáculos. Vamos a sacarlos de aquí, no pegan con la decoración.
Ron, Harry y George los sacaron al pasillo empujándo­los con los pies. No se sabía cuál de ellos tenía peor pinta, con la mezcla de maleficios que les habían echado. Luego volvieron al compartimiento y cerraron la puerta.
—¿Alguien quiere echar una partida con los naipes ex­plosivos? —preguntó Fred, sacando un mazo de cartas.
Iban por la quinta partida cuando Harry se decidió a preguntarles:
—¿Nos lo vais a decir? ¿A quién le hacíais chantaje?
—Ah —dijo George con cierto misterio—. ¡Eso!
—No importa —contestó Fred, moviendo la cabeza ha­cia los lados—. No tiene importancia. Ya no la tiene, por lo menos.
—Hemos desistido —añadió George encogiéndose de hombros.
Pero Harry, Ron y Hermione siguieron insistiendo, hasta que Fred dijo al fin:
—Bien, de acuerdo. Si de verdad lo queréis saber... se trataba de Ludo Bagman.
—¿Bagman? —exclamó Harry con brusquedad—. ¿Quieres decir que estaba envuelto en...?
—Qué va —repuso George con un dejo sombrío—. Ni mucho menos. Es un cretino. No tiene bastante cerebro para eso.
—¿Entonces? —preguntó Ron.
Fred vaciló un momento antes de responder.
—¿Os acordáis de la apuesta que hicimos con él, en los Mundiales de quidditch? Apostamos a que ganaría Irlanda pero que Krum atraparía la snitch.
—Nos acordamos —dijeron Harry y Ron.
—Bien, el muy cretino nos pagó en oro leprechaun que había cogido de las mascotas del equipo de Irlanda.
—¿Sí?
—Sí —confirmó Fred con malhumor—. Y se desvane­ció, claro. A la mañana siguiente, ¡no quedaba nada!
—Pero... habrá sido una equivocación, ¿no? —comentó Hermione.
George se rió con cierta amargura.
—Sí, eso fue lo que pensamos al principio. Creímos que si le escribíamos explicándole el error que había cometido, sol­taría la pasta. Pero de eso nada. No hizo caso de nuestra car­ta. Intentamos repetidamente hablar con él en Hogwarts, pero siempre tenía alguna excusa para marcharse.
—Al final se volvió bastante desagradable —explicó Fred—. Nos dijo que éramos demasiado jóvenes para apos­tar, y que no nos daría nada.
—Así que le pedimos que al menos nos devolviera nues­tro dinero.
—¡No se negaría a eso! —exclamó Hermione casi sin voz.
—¡Ya lo creo que se negó! —dijo Fred.
—Pero ¡eran todos vuestros ahorros!
—No nos lo tienes que explicar —dijo George—. Por su­puesto, al final averiguamos lo que ocurría. El padre de Lee Jordan también había tenido muchos problemas para que Bagman le diera el dinero. Resulta que está metido en líos con los duendes. Le prestaron mucho dinero. Una banda de ellos lo acorraló en el bosque después de los Mundiales y le cogió todo el oro que llevaba con él, y aún no bastaba para pagar todo lo que les debía. Lo siguieron a Hogwarts para que no se les escabullera. Lo ha perdido todo en el juego. No tiene dónde caerse muerto. ¿Y sabéis cómo intentó pagar a los duendes?
—¿Cómo? —preguntó Harry.
—Apostó por ti, tío —explicó Fred—. Apostó un montón contra los duendes a que ganabas el Torneo.
—¡Por eso se empeñaba en ayudarme! —exclamó Harry—. Bueno... yo gané, ¿no? ¡Así que ahora puede daros lo que os debe!
—Nones —dijo George, negando con la cabeza—. Los duendes juegan tan sucio como él: dicen que empataste con Diggory, y que Bagman apostó a que ganabas de manera absoluta. Así que Bagman ha tenido que darse a la fuga. Escapó después de la tercera prueba.
George exhaló un hondo suspiro y volvió a repartir cartas.
El resto del viaje fue bastante agradable. Harry hubiera querido que durara todo el verano, de hecho, para no llegar nunca a King’s Cross... Pero, como había aprendido aquel úl­timo curso, el tiempo no transcurre más despacio cuando nos espera algo desagradable, y el expreso de Hogwarts no tardó en acercarse al andén nueve y tres cuartos aminoran­do la marcha. La confusión y el alboroto usuales llenaron los pasillos mientras los estudiantes se apeaban. Ron y Her­mione pasaron con dificultad los baúles por encima de Mal­foy, Crabbe y Goyle. Harry, en cambio, no se movió.
—Fred... George... esperad un momento.
Los dos gemelos se volvieron. Harry abrió su baúl y sacó el dinero del premio.
—Cogedlo —les dijo, y puso la bolsa en las manos de George.
—¿Qué? —exclamó Fred, pasmado.
—Que lo cojáis —repitió Harry con firmeza—. Yo no lo quiero.
—Estás mal del coco —dijo George, tratando de devol­vérselo.
—No, no lo estoy. Cogedlo y seguid inventando. Para la tienda de artículos de broma.
—Se ha vuelto majara —dijo Fred, casi con miedo.
—Escuchad: si no lo cogéis, pienso tirarlo por el váter. Ni lo quiero ni lo necesito. Pero no me vendría mal reírme un poco. Tal vez todos necesitemos reírnos. Me temo que dentro de poco nos van a hacer mucha falta las risas.
—Harry —musitó George, sopesando la bolsa—, aquí tiene que haber mil galeones.
—Sí —contestó Harry, sonriendo—. Piensa cuántas ga­lletas de canarios se pueden hacer con eso.
Los gemelos lo miraron fijamente.
—Pero no le digáis a vuestra madre de dónde lo habéis sacado... aunque, bien pensado, tal vez ya no tenga tanto empeño en que os hagáis funcionarios del Ministerio.
—Harry... —comenzó Fred, pero Harry sacó su varita.
—Mira —dijo rotundamente—, si no os lo lleváis, os echo un maleficio. He aprendido algunos bastante buenos. Pero hacedme un favor, ¿queréis? Compradle a Ron una tú­nica de gala diferente, y decidle que es regalo vuestro.
Salió del compartimiento sin dejarlos decir ni una pala­bra más, pasando por encima de Malfoy, Crabbe y Goyle, que seguían tendidos en el suelo, con las señales de los maleficios.
Tío Vernon lo esperaba al otro lado de la barrera. La se­ñora Weasley estaba muy cerca de él. Al ver a Harry, ella le dio un abrazo muy fuerte y le susurró al oído:
—Creo que Dumbledore te dejará venir un poco más avanzado el verano. Estaremos en contacto, Harry.
—Hasta luego, Harry —se despidió Ron, dándole una palmada en la espalda.
—¡Adiós, Harry! —le dijo Hermione, e hizo algo que no había hecho nunca: le dio un beso en la mejilla.
—Gracias, Harry —musitó George, mientras Fred, a su lado, asentía fervientemente con la cabeza.
Harry les guiñó un ojo, se volvió hacia tío Vernon y lo si­guió en silencio hacia la salida. No había por qué preocupar­se todavía, se dijo mientras se acomodaba en el asiento posterior del coche de los Dursley.
Como le había dicho Hagrid, lo que tuviera que llegar, llegaría, y ya habría tiempo de plantarle cara.

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