lunes, 3 de agosto de 2009

10

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El mapa del merodeador


La señora Pomfrey insistió en que Harry se quedara en la enfermería el fin de semana. El muchacho no se quejó, pero no le permitió que tirara los restos de la Nimbus 2.000. Sa­bía que era una tontería y que la Nimbus no podía repararse, pero Harry no podía evitarlo. Era como perder a uno de sus mejores amigos.
Lo visitó gente sin parar; todos con la intención de infun­dirle ánimos. Hagrid le envió unas flores llenas de tijeretas y que parecían coles amarillas, y Ginny Weasley, sonrojada, apareció con una tarjeta de saludo que ella misma había he­cho y que cantaba con voz estridente salvo cuando se cerra­ba y se metía debajo del frutero.
El equipo de Gryffindor volvió a visitarlo el domingo por la mañana, esta vez con Wood, que aseguró a Harry con voz de ultratumba que no lo culpaba en absoluto. Ron y Hermio­ne no se iban hasta que llegaba la noche. Pero nada de cuan­to dijera o hiciese nadie podía aliviar a Harry, porque los de­más sólo conocían la mitad de lo que le preocupaba.
No había dicho nada a nadie acerca del Grim, ni siquie­ra a Ron y a Hermione, porque sabía que Ron se asustaría y Hermione se burlaría. El hecho era, sin embargo, que el Grim se le había aparecido dos veces y en las dos ocasiones había habido accidentes casi fatales. La primera casi lo había atro­pellado el autobús noctámbulo. La segunda había caído de veinte metros de altura. ¿Iba a acosarlo el Grim hasta la muerte? ¿Iba a pasar él el resto de su vida esperando las apariciones del animal?
Y luego estaban los dementores. Harry se sentía muy humillado cada vez que pensaba en ellos. Todo el mundo de­cía que los dementores eran espantosos, pero nadie se des­mayaba al verlos... Nadie más oía en su cabeza el eco de los gritos de sus padres antes de morir.
Porque Harry sabía ya de quién era aquella voz que gritaba. En la enfermería, desvelado durante la noche, contem­plando las rayas que la luz de la luna dibujaba en el techo, oía sus palabras una y otra vez. Cuando se le acercaban los dementores, oía los últimos gritos de su madre, su afán por protegerlo de lord Voldemort, y las carcajadas de lord Volde­mort antes de matarla... Harry dormía irregularmente, su­mergiéndose en sueños plagados de manos corruptas y vis­cosas y de gritos de terror, y se despertaba sobresaltado para volver a oír los gritos de su madre.


Fue un alivio regresar el lunes al bullicio del colegio, donde estaba obligado a pensar en otras cosas, aunque tuviera que soportar las burlas de Draco Malfoy. Malfoy no cabía en sí de gozo por la derrota de Gryffindor. Por fin se había quitado las vendas y lo había celebrado parodiando la caída de Harry. La mayor parte de la siguiente clase de Pociones la pasó Malfoy imitando por toda la mazmorra a los dementores. Llegó un momento en que Ron no pudo soportarlo más y le arrojó un corazón de cocodrilo grande y viscoso. Le dio en la cara y consiguió que Snape le quitara cincuenta puntos a Gryffindor.
—Si Snape vuelve a dar la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, me pondré enfermo —explicó Ron, mientras se dirigían al aula de Lupin, tras el almuerzo—. Mira a ver quién está, Hermione.
Hermione se asomó al aula.
—¡Estupendo!
El profesor Lupin había vuelto al aula. Ciertamente, tenía aspecto de convaleciente. Las togas de siempre le quedaban grandes y tenía ojeras. Sin embargo, sonrió a los alumnos mientras se sentaban, y ellos prorrumpieron inmediatamen­te en quejas sobre el comportamiento de Snape durante la enfermedad de Lupin.
—No es justo. Sólo estaba haciendo una sustitución ¿Por qué tenía que mandarnos trabajo?
—No sabemos nada sobre los hombres lobo...
—¡... dos pergaminos!
—¿Le dijisteis al profesor Snape que todavía no había­mos llegado ahí? —preguntó el profesor Lupin, frunciendo un poco el entrecejo.
Volvió a producirse un barullo.
—Si, pero dijo que íbamos muy atrasados...
—... no nos escuchó...
—¡... dos pergaminos!
El profesor Lupin sonrió ante la indignación que se di­bujaba en todas las caras.
—No os preocupéis. Hablaré con el profesor Snape. No tendréis que hacer el trabajo.
—¡Oh, no! —exclamó Hermione, decepcionada—. ¡Yo ya lo he terminado!
Tuvieron una clase muy agradable. El profesor Lupin había llevado una caja de cristal que contenía un hinkypunk, una criatura pequeña de una sola pata que parecía hecha de humo, enclenque y aparentemente inofensiva.
—Atrae a los viajeros a las ciénagas —dijo el profesor Lupin mientras los alumnos tomaban apuntes—. ¿Veis el fa­rol que le cuelga de la mano? Le sale al paso, el viajero sigue la luz y entonces...
El hinkypunk produjo un chirrido horrible contra el cristal.
Al sonar el timbre, todos, Harry entre ellos, recogieron sus cosas y se dirigieron a la puerta, pero...
—Espera un momento, Harry —le dijo Lupin—, me gus­taría hablar un momento contigo.
Harry volvió sobre sus pasos y vio al profesor cubrir la caja del hinkypunk.
—Me han contado lo del partido —dijo Lupin, volviendo a su mesa y metiendo los libros en su maletín—. Y lamento mucho lo de tu escoba. ¿Será posible arreglarla?
—No —contestó Harry—, el árbol la hizo trizas.
Lupin suspiró.
—Plantaron el sauce boxeador el mismo año que llegué a Hogwarts. La gente jugaba a un juego que consistía en aproximarse lo suficiente para tocar el tronco. Un chico lla­mado Davey Gudgeon casi perdió un ojo y se nos prohibió acercarnos. Ninguna escoba habría salido airosa.
—¿Ha oído también lo de los dementores? —dijo Harry, haciendo un esfuerzo.
Lupin le dirigió una mirada rápida.
—Sí, lo oí. Creo que nadie ha visto nunca tan enfadado al profesor Dumbledore. Están cada vez más rabiosos porque Dumbledore se niega a dejarlos entrar en los terrenos del colegio... Fue la razón por la que te caíste, ¿no?
—Sí —respondió Harry. Dudó un momento y se le escapó la pregunta que le rondaba por la cabeza—. ¿Por qué? ¿Por qué me afectan de esta manera? ¿Acaso soy...?
—No tiene nada que ver con la cobardía —dijo el profesor Lupin tajantemente, como si le hubiera leído el pensamiento—. Los dementores te afectan más que a los demás porque en tu pasado hay cosas horribles que los demás no tienen. —Un rayo de sol invernal cruzó el aula, iluminando el cabello gris de Lupin y las líneas de su joven rostro—. Los dementores están entre las criaturas más nauseabundas del mundo. Infestan los lugares más oscuros y más sucios. Disfrutan con la desesperación y la destrucción ajenas, se llevan la paz, la esperanza y la alegría de cuanto les rodea. Incluso los muggles perciben su presencia, aunque no pueden verlos. Si alguien se acerca mucho a un dementor; éste le quitará hasta el último sentimiento positivo y hasta el último recuerdo dichoso. Si puede, el dementor se alimentará de él hasta convertirlo en su semejante: en un ser desalmado y maligno. Le dejará sin otra cosa que las peores experiencias de su vida. Y el peor de tus recuerdos, Harry, es tan horrible que derribaría a cualquiera de su escoba. No tienes de qué avergonzarte.
—Cuando hay alguno cerca de mí... —Harry miró la mesa de Lupin, con los músculos del cuello tensos— oigo el momento en que Voldemort mató a mi madre.
Lupin hizo con el brazo un movimiento repentino, como si fuera a coger a Harry por el hombro, pero lo pensó mejor. Hubo un momento de silencio y luego...
—¿Por qué acudieron al partido? —preguntó Harry con tristeza.
—Están hambrientos —explicó Lupin tranquilamente, cerrando el maletín, que dio un chasquido—. Dumbledore no los deja entrar en el colegio, de forma que su suministro de presas humanas se ha agotado... Supongo que no pudieron resistirse a la gran multitud que había en el estadio. Toda aquella emoción... El ambiente caldeado... Para ellos, tenía que ser como un banquete.
—Azkaban debe de ser horrible —masculló Harry
Lupin asintió con melancolía.
—La fortaleza está en una pequeña isla, perdida en el mar. Pero no hacen falta muros ni agua para tener a los pre­sos encerrados, porque todos están atrapados dentro de su propia cabeza, incapaces de tener un pensamiento alegre. La mayoría enloquece al cabo de unas semanas.
—Pero Sirius Black escapó —dijo Harry despacio—. Escapó...
El maletín de Lupin cayó de la mesa. Tuvo que inclinarse para recogerlo:
—Sí —dijo incorporándose—. Black debe de haber des­cubierto la manera de hacerles frente. Yo no lo habría creí­do posible... En teoría, los dementores quitan al brujo todos sus poderes si están con él el tiempo suficiente.
—Usted ahuyentó en el tren a aquel dementor —dijo Harry de repente.
—Hay algunas defensas que uno puede utilizar —expli­có Lupin—. Pero en el tren sólo había un dementor. Cuantos más hay, más difícil resulta defenderse.
—¿Qué defensas? —preguntó Harry inmediatamente—. ¿Puede enseñarme?
—No soy ningún experto en la lucha contra los demen­tores, Harry. Más bien lo contrario...
—Pero si los dementores acuden a otro partido de quid­ditch, tengo que tener algún arma contra ellos.
Lupin vio a Harry tan decidido que dudó un momento y luego dijo:
—Bueno, de acuerdo. Intentaré ayudarte. Pero me temo que no podrá ser hasta el próximo trimestre. Tengo mu­cho que hacer antes de las vacaciones. Elegí un momento muy inoportuno para caer enfermo.


Con la promesa de que Lupin le daría clases antidemento­res, la esperanza de que tal vez no tuviera que volver a oír la muerte de su madre, y la derrota que Ravenclaw infligió a Hufflepuff en el partido de quidditch de finales de noviem­bre, el estado de ánimo de Harry mejoró mucho. Gryffindor no había perdido todas las posibilidades de ganar la copa, aunque tampoco podían permitirse otra derrota. Wood recu­peró su energía obsesiva y entrenó al equipo con la dureza de costumbre bajo la fría llovizna que persistió durante todo el mes de diciembre. Harry no vio la menor señal de los dementores dentro del recinto del colegio. La ira de Dumbledo­re parecía mantenerlos en sus puestos, en las entradas.
Dos semanas antes de que terminara el trimestre, el cielo se aclaró de repente, volviéndose de un deslumbrante blanco opalino, y los terrenos embarrados aparecieron una mañana cubiertos de escarcha. Dentro del castillo había am­biente navideño. El profesor Flitwick, que daba Encanta­mientos, ya había decorado su aula con luces brillantes que resultaron ser hadas de verdad, que revoloteaban. Los alum­nos comentaban entusiasmados sus planes para las vaca­ciones. Ron y Hermione habían decidido quedarse en Hog­warts, y aunque Ron dijo que era porque no podía aguantar a Percy durante dos semanas, y Hermione alegó que necesi­taba utilizar la biblioteca, no consiguieron engañar a Harry: se quedaban para hacerle compañía y él se sintió muy agra­decido.
Para satisfacción de todos menos de Harry, estaba programada otra salida a Hogsmeade para el último fin de se­mana del trimestre.
—¡Podemos hacer allí todas las compras de Navidad! —dijo Hermione—. ¡A mis padres les encantaría el hilo dental mentolado de Honeydukes!
Resignado a ser el único de tercero que no iría, Harry le pidió prestado a Wood su ejemplar de El mundo de la escoba, y decidió pasar el día informándose sobre los diferentes modelos. En los entrenamientos había montado en una de las escobas del colegio, una antigua Estrella Fugaz muy lenta que volaba a trompicones; estaba claro que necesitaba una escoba propia.
La mañana del sábado de la excursión, se despidió de Ron y de Hermione, envueltos en capas y bufandas, y subió solo la escalera de mármol que conducía a la torre de Gryffindor. Habla empezado a nevar y el castillo estaba muy tranquilo y silencioso.
—¡Pss, Harry!
Se dio la vuelta a mitad del corredor del tercer piso y vio a Fred y a George que lo miraban desde detrás de la estatua de una bruja tuerta y jorobada.
—¿Qué hacéis? —preguntó Harry con curiosidad—. ¿Có­mo es que no estáis camino de Hogsmeade?
—Hemos venido a darte un poco de alegría antes de ir­nos —le dijo Fred guiñándole el ojo misteriosamente—. Entra aquí...
Le señaló con la cabeza un aula vacía que estaba a la iz­quierda de la estatua de la bruja. Harry entró detrás de Fred y George. George cerró la puerta sigilosamente y se volvió, mirando a Harry con una amplia sonrisa.
—Un regalo navideño por adelantado, Harry —dijo.
Fred sacó algo de debajo de la capa y lo puso en una mesa, haciendo con el brazo un ademán rimbombante. Era un pergamino grande, cuadrado, muy desgastado. No tenía nada escrito. Harry, sospechando que fuera una de las bro­mas de Fred y George, lo miró con detenimiento.
—¿Qué es?
—Esto, Harry, es el secreto de nuestro éxito —dijo Geor­ge, acariciando el pergamino.
—Nos cuesta desprendernos de él —dijo Fred—. Pero anoche llegamos a la conclusión de que tú lo necesitas más que nosotros.
—De todas formas, nos lo sabemos de memoria. Tuyo es. A nosotros ya no nos hace falta.
—¿Y para qué necesito un pergamino viejo? —preguntó Harry.
—¡Un pergamino viejo! —exclamó Fred, cerrando los ojos y haciendo una mueca de dolor; como si Harry lo hubiera ofendido gravemente—. Explícaselo, George.
—Bueno, Harry.. cuando estábamos en primero.. y éra­mos jóvenes, despreocupados e inocentes... —Harry se rió. Dudaba que Fred y George hubieran sido inocentes alguna vez—. Bueno, más inocentes de lo que somos ahora... tuvi­mos un pequeño problema con Filch.
—Tiramos una bomba fétida en el pasillo y se molestó.
—Así que nos llevó a su despacho y empezó a amenazar­nos con el habitual...
—... castigo...
—... de descuartizamiento...
—... y fue inevitable que viéramos en uno de sus archi­vadores un cajón en que ponía «Confiscado y altamente peli­groso».
—No me digáis... —dijo Harry sonriendo.
—Bueno, ¿qué habrías hecho tú? —preguntó Fred— George se encargó de distraerlo lanzando otra bomba fétida, yo abrí a toda prisa el cajón y cogí... esto.
—No fue tan malo como parece —dijo George—. Cree­mos que Filch no sabía utilizarlo. Probablemente sospecha­ba lo que era, porque si no, no lo habría confiscado.
—¿Y sabéis utilizarlo?
—Si —dijo Fred, sonriendo con complicidad—. Esta pe­queña maravilla nos ha enseñado más que todos los profesores del colegio.
—Me estáis tomando el pelo —dijo Harry, mirando el pergamino.
—Ah, ¿sí? ¿Te estamos tomando el pelo? —dijo George.
Sacó la varita, tocó con ella el pergamino y pronunció:
—Juro solemnemente que mis intenciones no son buenas.
E inmediatamente, a partir del punto en que había tocado la varita de George, empezaron a aparecer unas finas lí­neas de tinta, como filamentos de telaraña. Se unieron unas con otras, se cruzaron y se abrieron en abanico en cada una de las esquinas del pergamino. Luego empezaron a aparecer palabras en la parte superior. Palabras en caracteres gran­des, verdes y floreados que proclamaban:

Los señores Lunático, Colagusano, Canuto y Cornamenta
proveedores de artículos para magos traviesos
están orgullosos de presentar
EL MAPA DEL MERODEADOR

Era un mapa que mostraba cada detalle del castillo de Hogwarts y de sus terrenos. Pero lo más extraordinario eran las pequeñas motas de tinta que se movían por él, cada una etiquetada con un nombre escrito con letra diminuta. Estu­pefacto, Harry se inclinó sobre el mapa. Una mota de la esqui­na superior izquierda, etiquetada con el nombre del profesor Dumbledore, lo mostraba caminando por su estudio. La gata del portero, la Señora Norris, patrullaba por la segunda plan­ta, y Peeves se hallaba en aquel momento en la sala de los trofeos, dando tumbos. Y mientras los ojos de Harry reco­rrían los pasillos que conocía, se percató de otra cosa: aquel mapa mostraba una serie de pasadizos en los que él no había entrado nunca. Muchos parecían conducir...
—Exactamente a Hogsmeade —dijo Fred, recorriéndo­los con el dedo—. Hay siete en total. Ahora bien, Filch conoce estos cuatro. —Los señaló—. Pero nosotros estamos seguros de que nadie más conoce estos otros. Olvídate de éste de de­trás del espejo de la cuarta planta. Lo hemos utilizado hasta el invierno pasado, pero ahora está completamente bloquea­do. Y en cuanto a éste, no creemos que nadie lo haya utili­zado nunca, porque el sauce boxeador está plantado justo en la entrada. Pero éste de aquí lleva directamente al sótano de Honeydukes. Lo hemos atravesado montones de veces. Y la entrada está al lado mismo de esta aula, como quizás hayas notado, en la joroba de la bruja tuerta.
—Lunático, Colagusano, Canuto y Cornamenta —sus­piró George, señalando la cabecera del mapa—. Les debe­mos tanto...
—Hombres nobles que trabajaron sin descanso para ayudar a una nueva generación de quebrantadores de la ley —dijo Fred solemnemente.
—Bien —añadió George—. No olvides borrarlo después de haberlo utilizado.
—De lo contrario, cualquiera podría leerlo —dijo Fred en tono de advertencia.
—No tienes más que tocarlo con la varita y decir: «¡Tra­vesura realizada!», y se quedará en blanco.
—Así que, joven Harry —dijo Fred, imitando a Percy ad­mirablemente—, pórtate bien.
—Nos veremos en Honeydukes —le dijo George, gui­ñándole un ojo.
Salieron del aula sonriendo con satisfacción.
Harry se quedó allí, mirando el mapa milagroso. Vio que la mota de tinta que correspondía a la Señora Norris se vol­vía a la izquierda y se paraba a olfatear algo en el suelo. Si realmente Filch no lo conocía, él no tendría que pasar por el lado de los dementores. Pero incluso mientras permanecía allí, emocionado, recordó algo que en una ocasión había oído al señor Weasley: «No confíes en nada que piense si no ves dónde tiene el cerebro.»
Aquel mapa parecía uno de aquellos peligrosos objetos mágicos contra los que el señor Weasley les advertía. «Artícu­los para magos traviesos...» Ahora bien, meditó Harry, él sólo quería utilizarlo para ir a Hogsmeade. No era lo mismo que robar o atacar a alguien... Y Fred y George lo habían utilizado durante años sin que ocurriera nada horrible.
Harry recorrió con el dedo el pasadizo secreto que llevaba a Honeydukes.
Entonces, muy rápidamente, como si obedeciera una or­den, enrolló el mapa, se lo escondió en la túnica y se fue a toda prisa hacia la puerta del aula. La abrió cinco centíme­tros. No había nadie allí fuera. Con mucho cuidado, salió del aula y se colocó detrás de la estatua de la bruja tuerta.
¿Qué tenía que hacer? Sacó de nuevo el mapa y vio con asombro que en él había aparecido una mota de tinta con el rótulo «Harry Potter». Esta mota se encontraba exactamen­te donde estaba el verdadero Harry, hacia la mitad del co­rredor de la tercera planta. Harry lo miró con atención. Su otro yo de tinta parecía golpear a la bruja con la varita. Rápidamente, Harry extrajo su varita y le dio a la estatua unos golpecitos. Nada ocurrió. Volvió a mirar el mapa. Al lado de la mota había un diminuto letrero, como un bocadillo de tebeo. Decía: «Dissendio.»
—¡Dissendio! —susurró Harry, volviendo a golpear con la varita la estatua de la bruja.
Inmediatamente, la joroba de la estatua se abrió lo sufi­ciente para que pudiera pasar por ella una persona delgada. Harry miró a ambos lados del corredor, guardó el mapa, me­tió la cabeza por el agujero y se impulsó hacia delante. Se deslizó por un largo trecho de lo que parecía un tobogán de piedra y aterrizó en una tierra fría y húmeda. Se puso en pie, mirando a su alrededor. Estaba totalmente oscuro. Levantó la varita, murmuró ¡Lumos!, y vio que se encontraba en un pasadizo muy estrecho, bajo y cubierto de barro. Levantó el mapa, lo golpeó con la punta de la varita y dijo: «¡Travesura realizada!» El mapa se quedó inmediatamente en blanco. Lo dobló con cuidado, se lo guardó en la túnica, y con el corazón latiéndole con fuerza, sintiéndose al mismo tiempo emocio­nado y temeroso, se puso en camino.
El pasadizo se doblaba y retorcía, más parecido a la ma­driguera de un conejo gigante que a ninguna otra cosa. Harry corrió por él, con la varita por delante, tropezando de vez en cuando en el suelo irregular.
Tardó mucho, pero a Harry le animaba la idea de llegar a Honeydukes. Después de una hora más o menos, el camino comenzó a ascender. Jadeando, aceleró el paso. Tenía la cara caliente y los pies muy fríos.
Diez minutos después, llegó al pie de una escalera de piedra que se perdía en las alturas. Procurando no hacer rui­do, comenzó a subir. Cien escalones, doscientos... perdió la cuenta mientras subía mirándose los pies... Luego, de im­proviso, su cabeza dio en algo duro. Parecía una trampilla. Aguzó el oído mientras se frotaba la cabeza. No oía nada. Muy despacio, levantó ligeramente la trampilla y miró por la rendija.
Se encontraba en un sótano lleno de cajas y cajones de madera. Salió y volvió a bajar la trampilla. Se disimulaba tan bien en el suelo cubierto de polvo que era imposible que nadie se diera cuenta de que estaba allí. Harry anduvo sigilo­samente hacia la escalera de madera. Ahora oía voces, ade­más del tañido de una campana y el chirriar de una puerta al abrirse y cerrarse.
Mientras se preguntaba qué haría, oyó abrirse otra puer­ta mucho más cerca de él. Alguien se dirigía hacia allí.
—Y coge otra caja de babosas de gelatina, querido. Casi se han acabado —dijo una voz femenina.
Un par de pies bajaba por la escalera. Harry se ocultó tras un cajón grande y aguardó a que pasaran. Oyó que el hombre movía unas cajas y las ponía contra la pared de en­frente. Tal vez no se presentara otra oportunidad...
Rápida y sigilosamente, salió del escondite y subió por la escalera. Al mirar hacia atrás vio un trasero gigantesco y una cabeza calva y brillante metida en una caja. Harry llegó a la puerta que estaba al final de la escalera, la atravesó y se encontró tras el mostrador de Honeydukes. Agachó la cabe­za, salió a gatas y se volvió a incorporar.
Honeydukes estaba tan abarrotada de alumnos de Hog­warts que nadie se fijó en Harry. Pasó por detrás de ellos, mirando a su alrededor; y tuvo que contener la risa al ima­ginarse la cara que pondría Dudley si pudiera ver dónde se encontraba. La tienda estaba llena de estantes repletos de los dulces más apetitosos que se puedan imaginar. Cremosos trozos de turrón, cubitos de helado de coco de color rosa tré­mulo, gruesos caramelos de café con leche, cientos de chocola­tes diferentes puestos en filas. Había un barril enorme lleno de alubias de sabores y otro de Meigas Fritas, las bolas de helado levitador de las que le había hablado Ron. En otra pa­red había dulces de efectos especiales: el chicle droobles, que hacía los mejores globos (podía llenar una habitación de glo­bos de color jacinto que tardaban días en explotar), la rara seda dental con sabor a menta, diablillos negros de pimienta («¡quema a tus amigos con el aliento!»); ratones de helado («¡oye a tus dientes rechinar y castañetear!»); crema de menta en forma de sapo («¡realmente saltan en el estómago!»); frági­les plumas de azúcar hilado y caramelos que estallaban.
Harry se apretujó entre una multitud de chicos de sex­to, y vio un letrero colgado en el rincón más apartado de la tienda («Sabores insólitos»). Ron y Hermione estaban deba­jo, observando una bandeja de pirulíes con sabor a sangre. Harry se les acercó a hurtadillas por detrás.
—Uf, no, Harry no querrá de éstos. Creo que son para vampiros —decía Hermione.
—¿Y qué te parece esto? —dijo Ron acercando un tarro de cucarachas a la nariz de Hermione.
—Aún peor —dijo Harry.
A Ron casi se le cayó el bote.
—¡Harry! —gritó Hermione—. ¿Qué haces aquí? ¿Có­mo... como lo has hecho...?
—¡Ahí va! —dijo Ron muy impresionado—. ¡Has apren­dido a materializarte!
—Por supuesto que no —dijo Harry. Bajó la voz para que ninguno de los de sexto pudiera oírle y les contó lo del mapa del merodeador.
—¿Por qué Fred y George no me lo han dejado nunca? ¡Son mis hermanos!
—¡Pero Harry no se quedará con él! —dijo Hermione, como si la idea fuera absurda—. Se lo entregará a la profeso­ra McGonagall. ¿A que sí, Harry?
—¡No! —contestó Harry
—¿Estás loca? —dijo Ron, mirando a Hermione con ojos muy abiertos—. ¿Entregar algo tan estupendo?
—¡Si lo entrego tendré que explicar dónde lo conseguí! Filch se enteraría de que Fred y George se lo cogieron.
—Pero ¿y Sirius Black? —susurró Hermione—. ¡Podría estar utilizando alguno de los pasadizos del mapa para en­trar en el castillo! ¡Los profesores tienen que saberlo!
—No puede entrar por un pasadizo —dijo enseguida Harry—. Hay siete pasadizos secretos en el mapa, ¿verdad? Fred y George saben que Filch conoce cuatro. Y en cuanto a los otros tres... uno está bloqueado y nadie lo puede atrave­sar; otro tiene plantado en la entrada el sauce boxeador; de forma que no se puede salir; y el que acabo de atravesar yo..., bien..., es realmente difícil distinguir la entrada, ahí abajo, en el sótano... Así que a menos que supiera que se encontra­ba allí...
Harry dudó. ¿Y si Black sabía que la entrada del pasadi­zo estaba allí? Ron, sin embargo, se aclaró la garganta y se­ñaló un rótulo que estaba pegado en la parte interior de la puerta de la tienda:

POR ORDEN DEL MINISTERIO DE MAGIA

Se recuerda a los clientes que hasta nuevo aviso los dementores patrullarán las calles cada noche des­pués de la puesta de sol. Se ha tomado esta medida pensando en la seguridad de los habitantes de Hogs­meade y se levantará tras la captura de Sirius Black. Es aconsejable, por lo tanto, que los ciudadanos finali­cen las compras mucho antes de que se haga de noche.

¡Felices Pascuas!

—¿Lo veis? —dijo Ron en voz baja—. Me gustaría ver a Black tratando de entrar en Honeydukes con los dementores por todo el pueblo. De cualquier forma, los propietarios de Ho­neydukes lo oirían entrar, ¿no? Viven encima de la tienda.
—Sí, pero... —Parecía que Hermione se esforzaba por hallar nuevas objeciones—. Mira, a pesar de lo que digas, Harry no debería venir a Hogsmeade porque no tiene auto­rización. ¡Si alguien lo descubre se verá en un grave aprieto! Y todavía no ha anochecido: ¿qué ocurriría si Sirius Black apareciera hoy? ¿Si apareciera ahora?
—Pues que las pasaría moradas para localizar aquí a Harry —dijo Ron, señalando con la cabeza la nieve densa que formaba remolinos al otro lado de las ventanas con parteluz. Vamos, Hermione, es Navidad. Harry se merece un descanso.
Hermione se mordió el labio. Parecía muy preocupada.
—¿Me vas a delatar? —le preguntó Harry con una son­risa.
—Claro que no, pero, la verdad...
—¿Has visto las Meigas Fritas, Harry? —preguntó Ron, cogiéndolo del brazo y llevándoselo hasta el tonel en que es­taban—. ¿Y las babosas de gelatina? ¿Y las píldoras ácidas? Fred me dio una cuando tenía siete años. Me hizo un agujero en la lengua. Recuerdo que mi madre le dio una buena tunda con la escoba. —Ron se quedó pensativo, mirando la caja de píldoras—. ¿Creéis que Fred picaría y cogería una cucaracha si le dijera que son cacahuetes?
Después de pagar los dulces que habían cogido, salieron los tres a la ventisca de la calle.
Hogsmeade era como una postal de Navidad. Las tien­das y casitas con techumbre de paja estaban cubiertas por una capa de nieve crujiente. En las puertas había adornos navideños y filas de velas embrujadas que colgaban de los árboles.
A Harry le dio un escalofrío. A diferencia de Ron y Her­mione, no había cogido su capa. Subieron por la calle, incli­nando la cabeza contra el viento. Ron y Hermione gritaban con la boca tapada por la bufanda.
—Ahí está correos.
—Zonko está allí.
—Podríamos ir a la cabaña de los gritos.
—Os propongo otra cosa —dijo Ron, castañeteando los dientes—. ¿Qué tal si tomamos una cerveza de mantequilla en Las Tres Escobas?
A Harry le apetecía muchísimo, porque el viento era ho­rrible y tenía las manos congeladas. Así que cruzaron la ca­lle y a los pocos minutos entraron en el bar.
Estaba calentito y lleno de gente, de bullicio y de humo. Una mujer guapa y de buena figura servía a un grupo de pendencieros en la barra.
—Ésa es la señora Rosmerta —dijo Ron—. Voy por las bebidas, ¿eh? —añadió sonrojándose un poco.
Harry y Hermione se dirigieron a la parte trasera del bar; donde quedaba libre una mesa pequeña, entre la ventana y un bonito árbol navideño, al lado de la chimenea. Ron regresó cinco minutos más tarde con tres jarras de caliente y espumosa cerveza de mantequilla.
—¡Felices Pascuas! —dijo levantando la jarra, muy con­tento.
Harry bebió hasta el fondo. Era lo más delicioso que ha­bía probado en la vida, y reconfortaba cada célula del cuerpo.
Una repentina corriente de aire lo despeinó. Se había vuelto a abrir la puerta de Las Tres Escobas. Harry echó un vistazo por encima de la jarra y casi se atragantó.
El profesor Flitwick y la profesora McGonagall acaba­ban de entrar en el bar con una ráfaga de copos de nieve. Los seguía Hagrid muy de cerca, inmerso en una conversación con un hombre corpulento que llevaba un sombrero hongo de color verde lima y una capa de rayas finas: era Cornelius Fudge, el ministro de Magia. En menos de un segundo, Ron y Hermione obligaron a Harry a agacharse y esconderse deba­jo de la mesa, empujándolo con las manos. Chorreando cer­veza de mantequilla y en cuclillas, empuñando con fuerza la jarra vacía, Harry observó los pies de los tres adultos, que se acercaban a la barra, se detenían, se daban la vuelta y avan­zaban hacia donde él estaba.
Hermione susurró:
—¡Mobiliarbo!
El árbol de Navidad que había al lado de la mesa se ele­vó unos centímetros, se corrió hacia un lado y, suavemente, se volvió a posar delante de ellos, ocultándolos. Mirando a través de las ramas más bajas y densas, Harry vio las patas de cuatro sillas que se separaban de la mesa de al lado, y oyó a los profesores y al ministro resoplar y suspirar mientras se sentaban.
Luego vio otro par de pies con zapatos de tacón alto y de color turquesa brillante, y oyó una voz femenina:
—Una tacita de alhelí...
—Para mí —indicó la voz de la profesora McGonagall.
—Dos litros de hidromiel caliente con especias...
—Gracias, Rosmerta —dijo Hagrid.
—Un jarabe de cereza y gaseosa con hielo y sombrilla.
—¡Mmm! —dijo el profesor Flitwick, relamiéndose.
—El ron de grosella tiene que ser para usted, señor mi­nistro.
—Gracias, Rosmerta, querida —dijo la voz de Fudge—. Estoy encantado de volver a verte. Tómate tú otro, ¿quieres? Ven y únete a nosotros...
—Muchas gracias, señor ministro.
Harry vio alejarse y regresar los llamativos tacones. Sentía los latidos del corazón en la garganta. ¿Cómo no se le había ocurrido que también para los profesores era el último fin de semana del trimestre? ¿Cuánto tiempo se quedarían allí sentados? Necesitaba tiempo para volver a entrar en Honeydukes a hurtadillas si quería volver al colegio aquella noche... A la pierna de Hermione le dio un tic.
—¿Qué le trae por estos pagos, señor ministro? —dijo la voz de la señora Rosmerta.
Harry vio girarse la parte inferior del grueso cuerpo de Fudge, como si estuviera comprobando que no había nadie cerca. Luego dijo en voz baja:
—¿Qué va a ser; querida? Sirius Black. Me imagino que sabes lo que ocurrió en el colegio en Halloween.
—Sí, oí un rumor —admitió la señora Rosmerta.
—¿Se lo contaste a todo el bar; Hagrid? —dijo la profeso­ra McGonagall enfadada.
—¿Cree que Black sigue por la zona, señor ministro? —susurró la señora Rosmerta.
—Estoy seguro —dijo Fudge escuetamente.
—¿Sabe que los dementores han registrado ya dos veces este local? —dijo la señora Rosmerta—. Me espantaron a toda la clientela. Es fatal para el negocio, señor ministro.
—Rosmerta querida, a mí no me gustan más que a ti —dijo Fudge con incomodidad—. Pero son precauciones ne­cesarias... Son un mal necesario. Acabo de tropezarme con algunos: están furiosos con Dumbledore porque no los deja entrar en los terrenos del castillo.
—Menos mal —dijo la profesora McGonagall tajantemente.
—¿Cómo íbamos a dar clase con esos monstruos rondan­do por allí?
—Bien dicho, bien dicho —dijo el pequeño profesor Flit­wick, cuyos pies colgaban a treinta centímetros del suelo.
—De todas formas —objetó Fudge—, están aquí para defendernos de algo mucho peor. Todos sabemos de lo que Black es capaz...
—¿Sabéis? Todavía me cuesta creerlo —dijo pensativa la señora Rosmerta—. De toda la gente que se pasó al lado Tenebroso, Sirius Black era el último del que hubiera pensa­do... Quiero decir, lo recuerdo cuando era un raño en Hogwarts. Si me hubierais dicho entonces en qué se iba a convertir; ha­bría creído que habíais tomado demasiado hidromiel.
—No sabes la mitad de la historia, Rosmerta —dijo Fud­ge con aspereza—. La gente desconoce lo peor.
—¿Lo peor? —dijo la señora Rosmerta con la voz impreg­nada de curiosidad—. ¿Peor que matar a toda esa gente?
—Desde luego, eso quiero decir —dijo Fudge.
—No puedo creerlo. ¿Qué podría ser peor?
—Dices que te acuerdas de cuando estaba en Hogwarts, Rosmerta —susurró la profesora McGonagall—. ¿Sabes quién era su mejor amigo?
—Pues claro —dijo la señora Rosmerta riendo ligera­mente—. Nunca se veía al uno sin el otro. ¡La de veces que estuvieron aquí! Siempre me hacían reír. ¡Un par de cómicos, Sirius Black y James Potter!
A Harry se le cayó la jarra de la mano, produciendo un fuerte ruido de metal. Ron le dio con el pie.
—Exactamente —dijo la profesora McGonagall—. Black y Potter. Cabecillas de su pandilla. Los dos eran muy inteli­gentes. Excepcionalmente inteligentes. Creo que nunca he­mos tenido dos alborotadores como ellos.
—No sé —dijo Hagrid, riendo entre dientes—. Fred y George Weasley podrían dejarlos atrás.
—¡Cualquiera habría dicho que Black y Potter eran her­manos! —terció el profesor Flitwick—. ¡Inseparables!
—¡Por supuesto que lo eran! —dijo Fudge—. Potter con­fiaba en Black más que en ningún otro amigo. Nada cambió cuando dejaron el colegio. Black fue el padrino de boda cuan­do James se casó con Lily. Luego fue el padrino de Harry. Harry no sabe nada, claro. Ya te puedes imaginar cuánto se impresionaría si lo supiera.
—¿Porque Black se alió con Quien Ustedes Saben? —su­surró la señora Rosmerta.
—Aún peor; querida... —Fudge bajó la voz y continuó en un susurro casi inaudible—. Los Potter no ignoraban que Quien Tú Sabes iba tras ellos. Dumbledore, que luchaba in­cansablemente contra Quien Tú Sabes, tenía cierto número de espías. Uno le dio el soplo y Dumbledore alertó inmedia­tamente a James y a Lily. Les aconsejó ocultarse. Bien, por supuesto que Quien Tú Sabes no era alguien de quien uno se pudiera ocultar fácilmente. Dumbledore les dijo que su me­jor defensa era el encantamiento Fidelio.
—¿Cómo funciona eso? —preguntó la señora Rosmerta, muerta de curiosidad.
El profesor Flitwick carraspeó.
—Es un encantamiento tremendamente complicado —dijo con voz de pito— que supone el ocultamiento mágico de algo dentro de una sola mente. La información se oculta dentro de la persona elegida, que es el guardián secreto. Y en lo sucesivo es imposible encontrar lo que guarda, a menos que el guardián secreto opte por divulgarlo. Mientras el guardián secreto se negara a hablar, Quien Tú Sabes podía registrar el pueblo en que estaban James y Lily sin encon­trarlos nunca, aunque tuviera la nariz pegada a la ventana de la salita de estar de la pareja.
—¿Así que Black era el guardián secreto de los Potter? —susurró la señora Rosmerta.
—Naturalmente —dijo la profesora McGonagall—. Ja­mes Potter le dijo a Dumbledore que Black daría su vida an­tes de revelar dónde se ocultaban, y que Black estaba pen­sando en ocultarse él también... Y aun así, Dumbledore seguía preocupado. Él mismo se ofreció como guardián se­creto de los Potter.
—¿Sospechaba de Black? —exclamó la señora Rosmerta.
—Dumbledore estaba convencido de que alguien cercano a los Potter había informado a Quien Tú Sabes de sus movi­mientos —dijo la profesora McGonagall con voz misterio­sa—. De hecho, llevaba algún tiempo sospechando que en nuestro bando teníamos un traidor que pasaba información a Quien Tú Sabes.
—¿Y a pesar de todo James Potter insistió en que el guardián secreto fuera Black?
—Así es —confirmó Fudge—. Y apenas una semana después de que se hubiera llevado a cabo el encantamiento Fidelio...
—¿Black los traicionó? —musitó la señora Rosmerta.
—Desde luego. Black estaba cansado de su papel de es­pía. Estaba dispuesto a declarar abiertamente su apoyo a Quien Tú Sabes. Y parece que tenía la intención de hacerlo en el momento en que murieran los Potter. Pero como sa­bemos todos, Quien Tú Sabes sucumbió ante el pequeño Harry Potter. Con sus poderes destruidos, completamente debilitado, huyó. Y esto dejó a Black en una situación incó­moda. Su amo había caído en el mismo momento en que Black había descubierto su juego. No tenía otra elección que escapar...
—Sucio y asqueroso traidor —dijo Hagrid, tan alto que la mitad del bar se quedó en silencio.
—Chist —dijo la profesora McGonagall.
—¡Me lo encontré —bramó Hagrid—, seguramente fui yo el último que lo vio antes de que matara a toda aquella gente! ¡Fui yo quien rescató a Harry de la casa de Lily y James, después de su asesinato! Lo saqué de entre las rui­nas, pobrecito. Tenía una herida grande en la frente y sus padres habían muerto... Y Sirius Black apareció en aque­lla moto voladora que solía llevar. No se me ocurrió pre­guntarme lo que había ido a hacer allí. No sabia que él ha­bía sido el guardián secreto de Lily y James. Pensé que se había enterado del ataque de Quien Vosotros Sabéis y ha­bía acudido para ver en qué podía ayudar. Estaba pálido y tembloroso. ¿Y sabéis lo que hice? ¡ME PUSE A CONSOLAR A AQUEL TRAIDOR ASESINO! —exclamó Hagrid.
—Hagrid, por favor —dijo la profesora McGonagall—, baja la voz.
—¿Cómo iba a saber yo que su turbación no se debía a lo que les había pasado a Lily y a James? ¡Lo que le turbaba era la suerte de Quien Vosotros Sabéis! Y entonces me dijo: «Dame a Harry, Hagrid. Soy su padrino. Yo cuidaré de él...» ¡Ja! ¡Pero yo tenía órdenes de Dumbledore y le dije a Black que no! Dumbledore me había dicho que Harry tenía que ir a casa de sus tíos. Black discutió, pero al final tuvo que ceder. Me dijo que cogiera su moto para llevar a Harry hasta la casa de los Dursley. «No la necesito ya», me dijo. Tendría que haberme dado cuenta de que había algo raro en todo aquello. Adoraba su moto. ¿Por qué me la daba? ¿Por qué decía que ya no la necesitaba? La verdad es que una moto deja dema­siadas huellas, es muy fácil de seguir. Dumbledore sabía que él era el guardián de los Potter. Black tenía que huir aquella noche. Sabía que el Ministerio no tardaría en perseguirlo. Pero ¿y si le hubiera entregado a Harry, eh? Apuesto a que lo habría arrojado de la moto en alta mar. ¡Al hijo de su mejor amigo! Y es que cuando un mago se pasa al lado tenebroso, no hay nada ni nadie que le importe...
Tras la perorata de Hagrid hubo un largo silencio. Lue­go, la señora Rosmerta dijo con cierta satisfacción:
—Pero no consiguió huir; ¿verdad? El Ministerio de Ma­gia lo atrapó al día siguiente.
—¡Ah, si lo hubiéramos encontrado nosotros...! —dijo Fudge con amargura—. No fuimos nosotros, fue el pequeño Peter Pettigrew: otro de los amigos de Potter. Enloquecido de dolor; sin duda, y sabiendo que Black era el guardián secreto de los Black, él mismo lo persiguió.
—¿Pettigrew...? ¿Aquel gordito que lo seguía a todas partes? —preguntó la señora Rosmerta.
—Adoraba a Black y a Potter. Eran sus héroes —dijo la profesora McGonagall—. No era tan inteligente como ellos y a menudo yo era brusca con él. Podéis imaginaros cómo me pesa ahora... —Su voz sonaba como si tuviera un resfriado repentino.
—Venga, venga, Minerva —le dijo Fudge amablemen­te—. Pettigrew murió como un héroe. Los testigos oculares (muggles, por supuesto, tuvimos que borrarles la memoria...) nos contaron que Pettigrew había arrinconado a Black. Di­cen que sollozaba: «¡A Lily y a James, Sirius! ¿Cómo pudis­te...?» Y entonces sacó la varita. Aunque, claro, Black fue más rápido. Hizo polvo a Pettigrew.
La profesora McGonagall se sonó la nariz y dijo con voz llorosa:
—¡Qué chico más alocado, qué bobo! Siempre fue muy malo en los duelos. Tenía que habérselo dejado al Ministerio...
—Os digo que si yo hubiera encontrado a Black antes que Pettigrew, no habría perdido el tiempo con varitas... Lo ha­bría descuartizado, miembro por miembro —gruñó Hagrid.
—No sabes lo que dices, Hagrid —dijo Fudge con brus­quedad—. Nadie salvo los muy preparados Magos de Choque del Grupo de Operaciones Mágicas Especiales habría tenido una oportunidad contra Black, después de haberlo acorrala­do. En aquel entonces yo era el subsecretario del Departa­mento de Catástrofes en el Mundo de la Magia, y fui uno de los primeros en personarse en el lugar de los hechos cuando Black mató a toda aquella gente. Nunca, nunca lo olvidaré. Todavía a veces sueño con ello. Un cráter en el centro de la calle, tan profundo que había reventado las alcantarillas. Había cadáveres por todas partes. Muggles gritando. Y Black allí, riéndose, con los restos de Pettigrew delante... Una túni­ca manchada de sangre y unos... unos trozos de su cuerpo.
La voz de Fudge se detuvo de repente. Cinco narices se sonaron.
—Bueno, ahí lo tienes, Rosmerta —dijo Fudge con la voz tomada—. A Black se lo llevaron veinte miembros del Grupo de Operaciones Mágicas Especiales, y Pettigrew fue inves­tido Caballero de primera clase de la Orden de Merlín, que creo que fue de algún consuelo para su pobre madre. Black ha estado desde entonces en Azkaban.
La señora Rosmerta dio un largo suspiro.
—¿Es cierto que está loco, señor ministro?
—Me gustaría poder asegurar que lo estaba —dijo Fud­ge—. Ciertamente creo que la derrota de su amo lo trastornó durante algún tiempo. El asesinato de Pettigrew y de todos aquellos muggles fue la acción de un hombre acorralado y desesperado: cruel, inútil, sin sentido. Sin embargo, en mi última inspección de Azkaban pude ver a Black. La mayoría de los presos que hay allí hablan en la oscuridad consigo mismos. Han perdido el juicio... Pero me quedé sorpren­dido de lo normal que parecía Black. Estuvo hablando con­migo con total sensatez. Fue desconcertante. Me dio la im­presión de que se aburría. Me preguntó si había acabado de leer el periódico. Tan sereno como os podáis imaginar; me dijo que echaba de menos los crucigramas. Sí, me quedé estupefacto al comprobar el escaso efecto que los dementores parecían tener sobre él. Y él era uno de los que estaban más vigilados en Azkaban, ¿sabéis? Tenía dementores ante la puer­ta día y noche.
—Pero ¿qué pretende al fugarse? —preguntó la señora Rosmerta—. ¡Dios mío, señor ministro! No intentará reunir­se con Quien Usted Sabe, ¿verdad?
—Me atrevería a afirmar que es su... su... objetivo final —respondió Fudge evasivamente—. Pero esperamos atra­parlo antes. Tengo que decir que Quien Tú Sabes, solo y sin amigos, es una cosa... pero con su más devoto seguidor, me es­tremezco al pensar lo poco que tardará en volver a alzarse...
Hubo un sonido hueco, como cuando el vidrio golpea la madera. Alguien había dejado su vaso.
—Si tiene que cenar con el director, Cornelius, lo mejor será que nos vayamos acercando al castillo.
Todos los pies que había ante Harry volvieron a sopor­tar el cuerpo de sus propietarios. La parte inferior de las ca­pas se balanceó y los llamativos tacones de la señora Ros­merta desaparecieron tras el mostrador. Volvió a abrirse la puerta de Las Tres Escobas, entró otra ráfaga de nieve y los profesores desaparecieron.
—¿Harry?
Las caras de Ron y Hermione se asomaron bajo la mesa. Los dos lo miraron fijamente, sin saber qué decir.

9

9

La derrota


El profesor Dumbledore mandó que los estudiantes de Gryf­findor volvieran al Gran Comedor; donde se les unieron, diez minutos después, los de Ravenclaw, Hufflepuff y Slytherin. Todos parecían confusos.
—Los demás profesores y yo tenemos que llevar a cabo un rastreo por todo el castillo —explicó el profesor Dumble­dore, mientras McGonagall y Flitwick cerraban todas las puertas del Gran Comedor—. Me temo que, por vuestra pro­pia seguridad, tendréis que pasar aquí la noche. Quiero que los prefectos monten guardia en las puertas del Gran Come­dor y dejo de encargados a los dos Premios Anuales. Comu­nicadme cualquier novedad —añadió, dirigiéndose a Percy, que se sentía inmensamente orgulloso—. Avisadme por medio de algún fantasma. —El profesor Dumbledore se detuvo an­tes de salir del Gran Comedor y añadió—: Bueno, necesita­reis...
Con un movimiento de la varita, envió volando las lar­gas mesas hacia las paredes del Gran Comedor. Con otro movimiento, el suelo quedó cubierto con cientos de mullidos sacos de dormir rojos.
—Felices sueños —dijo el profesor Dumbledore, cerran­do la puerta.
El Gran Comedor empezó a bullir de excitación. Los de Gryffindor contaban al resto del colegio lo que acababa de suceder.
—¡Todos a los sacos! —gritó Percy—. ¡Ahora mismo, se acabó la charla! ¡Apagaré las luces dentro de diez minutos!
—Vamos —dijo Ron a Hermione y a Harry. Cogieron tres sacos de dormir y se los llevaron a un rincón.
—¿Creéis que Black sigue en el castillo? —susurró Her­mione con preocupación.
—Evidentemente, Dumbledore piensa que es posible —dijo Ron.
—Es una suerte que haya elegido esta noche, ¿os dais cuenta? —dijo Hermione, mientras se metían vestidos en los sacos de dormir y se apoyaban en el codo para hablar—. La única noche que no estábamos en la torre...
—Supongo que con la huida no sabrá en qué día vive —dijo Ron—. No se ha dado cuenta de que es Halloween. De lo contrario, habría entrado aquí a saco.
Hermione se estremeció.
A su alrededor todos se hacían la misma pregunta:
—¿Cómo ha podido entrar?
—A lo mejor sabe cómo aparecerse —dijo un alumno de Ravenclaw que estaba cerca de ellos—. Cómo salir de la nada.
—A lo mejor se ha disfrazado —dijo uno de Hufflepuff, de quinto curso.
—Podría haber entrado volando—sugirió Dean Thomas.
—Hay que ver; ¿es que soy la única persona que ha leído Historia de Hogwarts? —preguntó Hermione a Harry y a Ron, perdiendo la paciencia.
—Casi seguro —dijo Ron—. ¿Por qué lo dices?
—Porque el castillo no está protegido sólo por muros —indicó Hermione—, sino también por todo tipo de encanta­mientos para evitar que nadie entre furtivamente. No es tan fácil aparecerse aquí. Y quisiera ver el disfraz capaz de en­gañar a los dementores. Vigilan cada una de las entradas a los terrenos del colegio. Si hubiera entrado volando, también lo habrían visto. Filch conoce todos los pasadizos secretos y estarán vigilados.
—¡Voy a apagar las luces ya! —gritó Percy—. Quiero que todo el mundo esté metido en el saco y callado.
Todas las velas se apagaron a la vez. La única luz venía de los fantasmas de color de plata, que se movían por todas partes, hablando con gravedad con los prefectos, y del techo encantado, tan cuajado de estrellas como el mismo cielo ex­terior. Entre aquello y el cuchicheo ininterrumpido de sus compañeros, Harry se sintió como durmiendo a la intempe­rie, arrullado por la brisa.
Cada hora aparecía por el salón un profesor para com­probar que todo se hallaba en orden. Hacia las tres de la ma­ñana, cuando por fin se habían quedado dormidos muchos alumnos, entró el profesor Dumbledore. Harry vio que iba buscando a Percy, que rondaba por entre los sacos de dormir amonestando a los que hablaban. Percy estaba a corta dis­tancia de Harry, Ron y Hermione, que fingieron estar dormi­dos cuando se acercaron los pasos de Dumbledore.
—¿Han encontrado algún rastro de él, profesor? —le preguntó Percy en un susurro.
—No. ¿Por aquí todo bien?
—Todo bajo control, señor.
—Bien. No vale la pena moverlos a todos ahora. He en­contrado a un guarda provisional para el agujero del retrato de Gryffindor. Mañana podrás llevarlos a todos.
—¿Y la señora gorda, señor?
—Se había escondido en un mapa de Argyllshire del se­gundo piso. Parece que se negó a dejar entrar a Black sin la contraseña, y por eso la atacó. Sigue muy consternada, pero en cuanto se tranquilice le diré al señor Filch que restaure el lienzo.
Harry oyó crujir la puerta del salón cuando volvió a abrirse, y más pasos.
—¿Señor director? —Era Snape. Harry se quedó com­pletamente inmóvil, aguzando el oído—. Hemos registrado todo el primer piso. No estaba allí. Y Filch ha examinado las mazmorras. Tampoco ha encontrado rastro de él.
—¿Y la torre de astronomía? ¿Y el aula de la profesora Trelawney? ¿Y la pajarera de las lechuzas?
—Lo hemos registrado todo...
—Muy bien, Severus. La verdad es que no creía que Black prolongara su estancia aquí.
—¿Tiene alguna idea de cómo pudo entrar; profesor? —preguntó Snape.
Harry alzó la cabeza ligeramente, para desobstruirse el otro oído.
—Muchas, Severus, pero todas igual de improbables.
Harry abrió un poco los ojos y miró hacia donde se en­contraban ellos. Dumbledore estaba de espaldas a él, pero pudo ver el rostro de Percy, muy atento, y el perfil de Snape, que parecía enfadado.
—¿Se acuerda, señor director; de la conversación que tuvimos poco antes de... comenzar el curso? —preguntó Sna­pe, abriendo apenas los labios, como para que Percy no se en­terara.
—Me acuerdo, Severus —dijo Dumbledore. En su voz había como un dejo de reconvención.
—Parece... casi imposible... que Black haya podido en­trar en el colegio sin ayuda del interior. Expresé mi preocu­pación cuando usted señaló...
—No creo que nadie de este castillo ayudara a Black a entrar —dijo Dumbledore en un tono que dejaba bien cla­ro que daba el asunto por zanjado. Snape no contestó—. Tengo que bajar a ver a los dementores. Les dije que les in­formaría cuando hubiéramos terminado el registro.
—¿No quisieron ayudarnos, señor? —preguntó Percy.
—Sí, desde luego —respondió Dumbledore fríamente—. Pero me temo que mientras yo sea director; ningún demen­tor cruzará el umbral de este castillo.
Percy se quedó un poco avergonzado. Dumbledore salió del salón con rapidez y silenciosamente. Snape aguardó allí un momento, mirando al director con una expresión de pro­fundo resentimiento. Luego también él se marchó.
Harry miró a ambos lados, a Ron y a Hermione. Tanto uno como otro tenían los ojos abiertos, reflejando el techo es­trellado.
—¿De qué hablaban? —preguntó Ron.


Durante los días que siguieron, en el colegio no se habló de otra cosa que de Sirius Black. Las especulaciones acerca de cómo había logrado penetrar en el castillo fueron cada vez más fantásticas; Hannah Abbott, de Hufflepuff, se pasó la mayor parte de la clase de Herbología contando que Black podía transformarse en un arbusto florido.
Habían quitado de la pared el lienzo rasgado de la seño­ra gorda y lo habían reemplazado con el retrato de sir Cado­gan y su pequeño y robusto caballo gris. Esto no le hacía a nadie mucha gracia. Sir Cadogan se pasaba la mitad del tiempo retando a duelo a todo el mundo, y la otra mitad in­ventando contraseñas ridículamente complicadas que cam­biaba al menos dos veces al día.
—Está loco de remate —le dijo Seamus Finnigan a Percy, enfadado—. ¿No hay otro disponible?
—Ninguno de los demás retratos quería el trabajo —dijo Percy—. Estaban asustados por lo que le ha ocurrido a la se­ñora gorda. Sir Cadogan fue el único lo bastante valiente para ofrecerse voluntario.
Lo que menos preocupaba a Harry era sir Cadogan. Lo vigilaban muy de cerca. Los profesores buscaban disculpas para acompañarlo por los corredores, y Percy Weasley (obrando, según sospechaba Harry, por instigación de su madre) le seguía los pasos por todas partes, como un perro guardián extremadamente pomposo. Para colmo, la profesora McGo­nagall lo llamó a su despacho y lo recibió con una expresión tan sombría que Harry pensó que se había muerto alguien.
—No hay razón para que te lo ocultemos por más tiem­po, Potter —dijo muy seriamente—. Sé que esto te va a afec­tar; pero Sirius Black...
—Ya sé que va detrás de mí —dijo Harry, un poco cansa­do—. Oí al padre de Ron cuando se lo contaba a su mujer. El señor Weasley trabaja para el Ministerio de Magia.
La profesora McGonagall se sorprendió mucho. Miró a Harry durante un instante y dijo:
—Ya veo. Bien, en ese caso comprenderás por qué creo que no debes ir por las tardes a los entrenamientos de quid­ditch. Es muy arriesgado estar ahí fuera, en el campo, sin más compañía que los miembros del equipo...
—¡El sábado tenemos nuestro primer partido —dijo Harry, indignado—. ¡Tengo que entrenar; profesora!
La profesora McGonagall meditó un instante. Harry sabía que ella deseaba que ganara el equipo de Gryffindor; al fin y al cabo, había sido ella la primera que había propues­to a Harry como buscador. Harry aguardó conteniendo el aliento.
—Mm... —la profesora McGonagall se puso en pie y ob­servó desde la ventana el campo de quidditch, muy poco visi­ble entre la lluvia—. Bien, te aseguro que me gustaría que por fin ganáramos la copa... De todas formas, Potter; estaría más tranquila si un profesor estuviera presente. Pediré a la señora Hooch que supervise tus sesiones de entrenamiento.

· · ·

El tiempo empeoró conforme se acercaba el primer partido de quidditch. Impertérrito, el equipo de Gryffindor entrena­ba cada vez más, bajo la mirada de la señora Hooch. Luego, en la sesión final de entrenamiento que precedió al partido del sábado, Oliver Wood comunicó a su equipo una noticia no muy buena:
—¡No vamos a jugar contra Slytherin! —les dijo muy enfadado—. Flint acaba de venir a verme. Vamos a jugar contra Hufflepuff.
—¿Por qué? —preguntaron todos.
—La excusa de Flint es que su buscador aún tiene el brazo lesionado —dijo Wood, rechinando con furia los dien­tes—. Pero está claro el verdadero motivo: no quieren jugar con este tiempo, porque piensan que tendrán menos posibili­dades...
Durante todo el día había soplado un ventarrón y caído un aguacero, y mientras hablaba Wood se oía retumbar a los truenos.
—¡No le pasa nada al brazo de Malfoy! —dijo Harry fu­rioso—. Está fingiendo.
—Lo sé, pero no lo podemos demostrar —dijo Wood con acritud—. Y hemos practicado todos estos movimientos su­poniendo que íbamos a jugar contra Slytherin, y en su lugar tenemos a Hufflepuff, y su estilo de juego es muy diferente. Tienen un nuevo capitán buscador; Cedric Diggory...
De repente, Angelina, Alicia y Katie soltaron una car­cajada.
—¿Qué? —preguntó Wood, frunciendo la frente anta aquella actitud.
—Es ese chico alto y guapo, ¿verdad? —preguntó Ange­lina.
—¡Y tan fuerte y callado! —añadió Katie, y volvieron a reírse.
—Es callado porque no es lo bastante inteligente para juntar dos palabras —dijo Fred—. No sé qué te preocupa, Oliver. Los de Hufflepuff son pan comido. La última vez que jugamos con ellos, Harry cogió la snitch al cabo de unos cinco minutos, ¿no os acordáis?
—¡Jugábamos en condiciones muy distintas! —gritó Wood, con los ojos muy abiertos—. Diggory ha mejorado mu­cho el equipo. ¡Es un buscador excelente! ¡Ya sospechaba que os lo tomaríais así! ¡No debemos confiarnos! ¡Hay que tener bien claro el objetivo! ¡Slytherin intenta pillarnos despreve­nidos! ¡Hay que ganar!
—Tranquilízate, Oliver —dijo Fred alarmado—. Nos to­mamos muy en serio a Hufflepuff. Muy en serio.


El día anterior al partido, el viento se convirtió en un hura­cán y la lluvia cayó con más fuerza que nunca. Estaba tan oscuro dentro de los corredores y las aulas que se encendie­ron más antorchas y faroles. El equipo de Slytherin se daba aires, especialmente Malfoy
—¡Ah, si mi brazo estuviera mejor! —suspiraba mien­tras el viento golpeaba las ventanas.
Harry no tenía sitio en la cabeza para preocuparse por otra cosa que el partido del día siguiente. Entre clase y clase, Oliver Wood se le acercaba a toda prisa para darle consejos. La tercera vez que sucedió, Wood habló tanto que Harry se dio cuenta de pronto de que llegaba diez minutos tarde a la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, y echó a correr mientras Wood le gritaba:
—¡Diggory tiene un regate muy rápido, Harry! Tendrás que hacerle una vaselina...
Harry frenó al llegar a la puerta del aula de Defensa Contra las Artes Oscuras, la abrió y entró apresuradamente.
—Lamento llegar tarde, profesor Lupin. Yo...
Pero no era Lupin quien lo miraba desde la mesa del profesor; era Snape.
—La clase ha comenzado hace diez minutos, Potter. Así que creo que descontaremos a Gryffindor diez puntos. Sién­tate.
Pero Harry no se movió.
—¿Dónde está el profesor Lupin? —preguntó.
—No se encuentra bien para dar clase hoy —dijo Snape con una sonrisa contrahecha—. Creo que te he dicho que te sientes.
Pero Harry permaneció donde estaba.
—¿Qué le ocurre?
A Snape le brillaron sus ojos negros.
—Nada que ponga en peligro su vida —dijo como si de­seara lo contrario—. Cinco puntos menos para Gryffindor y si te tengo que volver a decir que te sientes serán cincuenta.
Harry se fue despacio hacia su sitio y se sentó. Snape miró a la clase.
—Como decía antes de que nos interrumpiera Potter, el profesor Lupin no ha dejado ninguna información acerca de los temas que habéis estudiado hasta ahora...
—Hemos estudiado los boggarts, los gorros rojos, los kappas y los grindylows —informó Hermione rápidamen­te—, y estábamos a punto de comenzar...
—Cállate —dijo Snape fríamente—. No te he pregun­tado. Sólo comentaba la falta de organización del profesor Lupin.
—Es el mejor profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras que hemos tenido —dijo Dean Thomas con atrevi­miento, y la clase expresó su conformidad con murmullos. Snape puso el gesto más amenazador que le habían visto.
—Sois fáciles de complacer. Lupin apenas os exige es­fuerzo... Yo daría por hecho que los de primer curso son ya capaces de manejarse con los gorros rojos y los grindylows. Hoy veremos...
Harry lo vio hojear el libro de texto hasta llegar al últi­mo capítulo, que debía de imaginarse que no habían visto.
—... los hombres lobo —concluyó Snape.
—Pero profesor —dijo Hermione, que parecía incapaz de contenerse—, todavía no podemos llegar a los hombres lobo. Está previsto comenzar con los hinkypunks...
—Señorita Granger —dijo Snape con voz calmada—, creía que era yo y no tú quien daba la clase. Ahora, abrid to­dos el libro por la página 394.—Miró a la clase—: Todos. Ya.
Con miradas de soslayo y un murmullo de descontento, abrieron los libros.
—¿Quién de vosotros puede decirme cómo podemos dis­tinguir entre el hombre lobo y el lobo auténtico?
Todos se quedaron en completo silencio. Todos excepto Hermione, cuya mano, como de costumbre, estaba levantada.
—¿Nadie? —preguntó Snape, sin prestar atención a Hermione. La sonrisa contrahecha había vuelto a su rostro—. ¿Es que el profesor Lupin no os ha enseñado ni siquie­ra la distinción básica entre...?
—Ya se lo hemos dicho —dijo de repente Parvati—. No hemos llegado a los hombres lobo. Estamos todavía por...
—¡Silencio! —gruñó Snape—. Bueno, bueno, bueno... Nunca creí que encontraría una clase de tercero que ni si­quiera fuera capaz de reconocer a un hombre lobo. Me encar­garé de informar al profesor Dumbledore de lo atrasados que estáis todos...
—Por favor, profesor —dijo Hermione, que seguía con la mano levantada—. El hombre lobo difiere del verdadero lobo en varios detalles: el hocico del hombre lobo...
—Es la segunda vez que hablas sin que te corresponda, señorita Granger —dijo Snape con frialdad—. Cinco puntos menos para Gryffindor por ser una sabelotodo insufrible.
Hermione se puso muy colorada, bajó la mano y miró al suelo, con los ojos llenos de lágrimas. Un indicio de hasta qué punto odiaban todos a Snape era que lo estaban fulminando con la mirada. Todos, en alguna ocasión, habían llamado sa­belotodo a Hermione, y Ron, que lo hacia por lo menos dos veces a la semana, dijo en voz alta:
—Usted nos ha hecho una pregunta y ella le ha respon­dido. ¿Por qué pregunta si no quiere que se le responda?
Sus compañeros comprendieron al instante que había ido demasiado lejos.
—Te quedarás castigado, Weasley —dijo Snape con voz suave y acercando el rostro al de Ron—. Y si vuelvo a oírte criticar mi manera de dar clase, te arrepentirás.
Nadie se movió durante el resto de la clase. Siguió cada uno en su sitio, tomando notas sobre los hombres lobo del li­bro de texto, mientras Snape rondaba entré las filas de pupi­tres examinando el trabajo que habían estado haciendo con el profesor Lupin.
—Muy pobremente explicado... Esto es incorrecto... El kappa se encuentra sobre todo en Mongolia... ¿El profesor Lupin te puso un ocho? Yo no te habría puesto más de un tres.
Cuando el timbre sonó por fin, Snape los retuvo:
—Escribiréis una redacción de dos pergaminos sobre las maneras de reconocer y matar a un hombre lobo. Para el lu­nes por la mañana. Ya es hora de que alguien meta en cintu­ra a esta clase. Weasley, quédate, tenemos que hablar sobre tu castigo.
Harry y Hermione abandonaron el aula con los demás alumnos, que esperaron a encontrarse fuera del alcance de los oídos de Snape para estallar en críticas contra él.
—Snape nunca ha actuado así con ninguno de los otros profesores de Defensa Contra las Artes Oscuras, aunque quisiera el puesto —comentó Harry a Hermione—. ¿Por qué la tiene tomada con Lupin? ¿Será por lo del boggart?
—No sé—dijo Hermione pensativamente—. Pero espe­ro que el profesor Lupin se recupere pronto.
Ron los alcanzó cinco minutos más tarde, muy enfadado.
—¿Sabéis lo que ese... (llamó a Snape algo que escanda­lizó a Hermione) me ha mandado? Tengo que lavar los orina­les de la enfermería. ¡Sin magia! —dijo con la respiración alterada. Tenía los puños fuertemente cerrados—. ¿Por qué no podía haberse ocultado Black en el despacho de Snape, eh? ¡Podía haber acabado con él!


Al día siguiente, Harry se despertó muy temprano. Tan tem­prano que todavía estaba oscuro. Por un instante creyó que lo había despertado el ruido del viento. Luego sintió una brisa fría en la nuca y se incorporó en la cama. Peeves flotaba a su lado, soplándole en la oreja.
—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó Harry enfadado.
Peeves hinchó los carrillos, sopló muy fuerte y salió del dormitorio hacia atrás, a toda prisa, riéndose.
Harry tanteó en busca de su despertador y lo miró: eran las cuatro y media. Echando pestes de Peeves, se dio la vuelta y procuró volver a dormirse. Pero una vez despierto fue difícil olvidar el ruido de los truenos que retumbaban por encima de su cabeza, los embates del viento contra los muros del castillo y el lejano crujir de los árboles en el bosque prohibido. Unas horas después se hallaría allí fuera, en el campo de quidditch, batallando en medio del temporal. Finalmente, renunció a su propósito de volver a dormirse, se levantó, se vistió, cogió su Nimbus 2.000 y salió silenciosamente del dormitorio.
Cuando Harry abrió la puerta, algo le rozó la pierna. Se agachó con el tiempo justo de coger a Crookshanks por el ex­tremo de la cola peluda y sacarlo a rastras.
—¿Sabes? Creo que Ron tiene razón sobre ti —le dijo Harry receloso—. Hay muchos ratones por aquí. Ve a cazarlos. Vamos —añadió, echando a Crookshanks con el pie, para que bajara por la escalera de caracol—. Deja en paz a Scabbers.
El ruido de la tormenta era más fuerte en la sala común. Harry tenía demasiada experiencia para creer que se cance­laría el partido. Los partidos de quidditch no se cancelaban por nimiedades como una tormenta. Sin embargo, empezaba a preocuparse. Wood le había indicado quién era Cedric Dig­gory en el corredor; Diggory estaba en quinto y era mucho mayor que Harry. Los buscadores solían ser ligeros y veloces, pero el peso de Diggory sería una ventaja con aquel tiempo, porque tendría muchas menos posibilidades de que el viento le desviara el rumbo.
Harry pasó ante la chimenea las horas que quedaban hasta el amanecer. De vez en cuando se levantaba para evi­tar que Crookshanks volviera a escabullirse por la escalera que llevaba al dormitorio de los chicos. Al cabo de un tiempo le pareció a Harry que ya era la hora del desayuno y se diri­gió él solo hacia el retrato.
—¡En guardia, malandrín! —lo retó sir Cadogan.
—«Cállate ya» contestó Harry, bostezando.
Se reanimó algo tomando un plato grande de gachas de avena y cuando ya había empezado con las tostadas, apare­ció el resto del equipo.
—Va a ser difícil —dijo Wood, sin probar bocado.
—Deja de preocuparte, Oliver —lo tranquilizó Alicia—. No nos asustamos por un poquito de lluvia.
Pero era bastante más que un poquito de lluvia. El quid­ditch era tan popular que todo el colegio salió a ver el parti­do, como de costumbre. Corrían por el césped hasta el campo de quidditch, con la cabeza agachada contra el feroz viento que arrancaba los paraguas de las manos. Poco antes de en­trar en el vestuario, Harry vio a Malfoy, a Crabbe y a Goyle camino del campo de quidditch; cubiertos por un enorme pa­raguas, lo señalaban y se reían.
Los miembros del equipo se pusieron la túnica escarlata y aguardaron la habitual arenga de Wood, pero ésta no se produjo. Wood intentó varias veces hablarles, tragó saliva con un ruido extraño, cabeceó desesperanzado y les indicó por señas que lo siguieran.
El viento era tan fuerte que se tambalearon al entrar en el campo. A causa del retumbar de los truenos, no podían sa­ber si la multitud los aclamaba. La lluvia rociaba los crista­les de las gafas de Harry ¿Cómo demonios iba a ver la snitch en aquellas condiciones?
Los de Hufflepuff se aproximaron desde el otro extremo del campo, con la túnica amarillo canario. Los capitanes de ambos equipos se acercaron y se estrecharon la mano. Dig­gory sonrió a Wood, pero Wood parecía tener ahora la man­díbula encajada y se limitó a hacer un gesto con la cabeza. Harry vio que la boca de la señora Hooch articulaba:
—Montad en las escobas.
Harry sacó del barro el pie derecho y pasó la pierna por encima de la Nimbus 2.000. La señora Hooch se llevó el silbato a los labios y dio un pitido que sonó distante y estriden­te... Dio comienzo el partido.
Harry se elevó rápidamente, pero la Nimbus 2.000 osci­laba a causa del viento. La sostuvo tan firmemente como pudo y dio media vuelta de cara a la lluvia, con los ojos entor­nados.
Al cabo de cinco minutos, Harry estaba calado hasta los huesos y helado de frío. Apenas podía ver a sus compañeros de equipo y menos aún la pequeña snitch. Atravesó el cam­po de un lado a otro, adelantando bultos rojos y amarillos, sin idea de lo que sucedía. El viento no le permitía oír los co­mentarios. La multitud estaba oculta bajo un mar de capas y de paraguas maltrechos. En dos ocasiones estuvo a punto de ser derribado por una bludger. Su visión estaba tan limitada por el agua de las gafas que no las vio acercarse.
Perdió la noción del tiempo. Era cada vez más difícil su­jetar la escoba con firmeza. El cielo se oscureció, como si hu­biera llegado la noche en plena mañana. Dos veces estuvo a punto de chocar contra otro jugador; que no sabía si era de su equipo o del oponente. Todos estaban ahora tan calados, y la lluvia era tan densa, que apenas podía distinguirlos...
Con el primer relámpago llegó el pitido del silbato de la señora Hooch. Harry sólo pudo ver a través de la densa llu­via la silueta de Wood, que le indicaba por señas que descen­diera. Todo el equipo aterrizó en el barro, salpicando.
—¡He pedido tiempo muerto! —gritó a sus jugadores—. Venid aquí debajo.
Se apiñaron en el borde del campo, debajo de un enor­me paraguas. Harry se quitó las gafas y se las limpió con la túnica.
—¿Cuál es la puntuación?
—Cincuenta puntos a nuestro favor. Pero si no atrapa­mos la snitch, seguiremos jugando hasta la noche.
—Con esto me resulta imposible —respondió Harry, blan­diendo las gafas.
En ese instante apareció Hermione a su lado. Se tapaba la cabeza con la capa e, inexplicablemente, estaba sonriendo.
—¡Tengo una idea, Harry! ¡Dame tus gafas, rápido!
Se las entregó, y ante la mirada de sorpresa del equipo, golpeó las gafas con su varita y dijo:
—Impervius. —Y se las devolvió a Harry diciendo—: Ahí las tienes: ¡repelerán el agua!
Wood la hubiera besado:
—¡Magnífico! —exclamó emocionado, mientras ella se alejaba—. ¡De acuerdo, vamos a ello!
El hechizo de Hermione funcionó. Harry seguía entume­cido por el frío y más empapado que nunca en su vida, pero podía ver. Lleno de una renovada energía, aceleró la escoba a través del aire turbulento buscando en todas direcciones la snitch, esquivando una bludger; pasando por debajo de Dig­gory, que volaba en dirección contraria...
Brilló otro rayo, seguido por el retumbar de un trueno. La cosa se ponía cada vez más peligrosa. Harry tenía que atrapar la snitch cuanto antes...
Se volvió, intentando regresar hacia la mitad del campo, pero en ese momento otro relámpago iluminó las gradas y Harry vio algo que lo distrajo completamente: la silueta
de un enorme y lanudo perro negro, claramente perfilada con­tra el cielo, inmóvil en la parte superior y más vacía de las gradas.
Las manos entumecidas le resbalaron por el palo de la escoba y la Nimbus descendió varios metros. Retirándose de los ojos el flequillo empapado, volvió a mirar hacia las gra­das: el perro había desaparecido.
—¡Harry! —gritó Wood angustiado, desde los postes de Gryffindor—. ¡Harry, detrás de ti!
Harry miró hacia atrás con los ojos abiertos de par en par. Cedric Diggory atravesaba el campo a toda velocidad, y entre ellos, en el aire cuajado de lluvia, brillaba una diminu­ta bola dorada...
Con un sobresalto, Harry pegó el cuerpo al palo de la es­coba y se lanzó hacia la snitch como una bala.
—¡Vamos! —gritó a la Nimbus, al mismo tiempo que la lluvia le azotaba la cara—. ¡Más rápido!
Pero algo extraño pasaba. Un inquietante silencio caía sobre el estadio. Ya no se oía el viento, aunque soplaba tan fuerte como antes. Era como si alguien hubiera quitado el sonido, o como si Harry se hubiera vuelto sordo de repente. ¿Qué sucedía?
Y entonces le penetró en el cuerpo una ola de frío horri­ble y ya conocida, exactamente en el momento en que veía algo que se movía por el campo, debajo de él. Antes de que pudiera pensar, Harry había apartado la vista de la snitch y había mirado hacia abajo. Abajo había al menos cien demen­tores, con el rostro tapado, y todos señalándole. Fue como si le subiera agua helada por el pecho y le cortara por dentro. Y entonces volvió a oírlo... Alguien gritaba dentro de su ca­beza..., una mujer...
—A Harry no. A Harry no. A Harry no, por favor.
—Apártate, estúpida... apártate...
—A Harry no. Te lo ruego, no. Cógeme a mí. Mátame a mí en su lugar...
A Harry se le había enturbiado el cerebro con una espe­cie de niebla blanca. ¿Qué hacía? ¿Por qué montaba una escoba voladora? Tenía que ayudarla. La mujer iba a morir; la iban a matar...
Harry caía, caía entre la niebla helada.
—A Harry no, por favor. Ten piedad, te lo ruego, ten piedad...
Alguien de voz estridente estalló en carcajadas. La mujer gritaba y Harry no se enteró de nada más.


—Ha tenido suerte de que el terreno estuviera blando.
—Creí que se había matado.
—¡Pero si ni siquiera se ha roto las gafas!
Harry oía las voces, pero no encontraba sentido a lo que decían. No tenía ni idea de dónde se hallaba, ni de por qué se encontraba en aquel lugar; ni de qué hacia antes de aquel momento. Lo único que sabía era que le dolía cada centíme­tro del cuerpo como si le hubieran dado una paliza.
—Es lo más pavoroso que he visto en mi vida.
Horrible... Lo más pavoroso... Figuras negras con capu­cha... Frío... Gritos...
Harry abrió los ojos de repente. Estaba en la enferme­ría. El equipo de quidditch de Gryffindor, lleno de barro, ro­deaba la cama. Ron y Hermione estaban allí también y parecían haber salido de la ducha.
—¡Harry! —exclamó Fred, que parecía exageradamente pálido bajo el barro—. ¿Cómo te encuentras?
La memoria de Harry fue recuperando los acontecimien­tos por orden: el relámpago..., el Grim..., la snitch..., y los dementores.
—¿Qué sucedió? —dijo incorporándose en la cama, tan de repente que los demás ahogaron un grito.
—Te caíste —explicó Fred—. Debieron de ser... ¿cuán­tos? ¿Veinte metros?
—Creímos que te habías matado —dijo Alicia, tem­blando.
Hermione dio un gritito. Tenía los ojos rojos.
—Pero el partido —preguntó Harry—, ¿cómo acabó? ¿Se repetirá?
Nadie respondió. La horrible verdad cayó sobre Harry como una losa.
—¿No habremos... perdido?
—Diggory atrapó la snitch —respondió George— poco después de que te cayeras. No se dio cuenta de lo que pasaba. Cuando miró hacia atrás y te vio en el suelo, quiso que se anulara. Quería que se repitiera el partido. Pero ganaron limpiamente. Incluso Wood lo ha admitido.
—¿Dónde está Wood? —preguntó Harry de repente, no­tando que no estaba allí.
—Sigue en las duchas —dijo Fred—. Parece que quiere ahogarse.
Harry acercó la cara a las rodillas y se cogió el pelo con las manos. Fred le puso la mano en el hombro y lo zarandeó bruscamente.
—Vamos, Harry, es la primera vez que no atrapas la snitch.
—Tenía que ocurrir alguna vez —dijo George.
—Todavía no ha terminado —dijo Fred—. Hemos perdi­do por cien puntos, ¿no? Si Hufflepuff pierde ante Raven­claw y nosotros ganamos a Ravenclaw, y Slytherin...
—Hufflepuff tendrá que perder al menos por doscientos puntos —dijo George.
—Pero si ganan a Ravenclaw...
—Eso no puede ser. Los de Ravenclaw son muy buenos.
—Pero si Slytherin pierde frente a Hufflepuff..
—Todo depende de los puntos... Un margen de cien, en cualquier caso...
Harry guardaba silencio. Habían perdido. Por primera vez en su vida, había perdido un partido de quidditch.
Después de unos diez minutos, la señora Pomfrey llegó para mandarles que lo dejaran descansar.
—Luego vendremos a verte —le dijo Fred—. No te tor­tures, Harry. Sigues siendo el mejor buscador que hemos tenido.
El equipo salió en tropel, dejando el suelo manchado de barro. La señora Pomfrey cerró la puerta detrás del último, con cara de mal humor. Ron y Hermione se acercaron un poco más a la cama de Harry.
—Dumbledore estaba muy enfadado —dijo Hermione con voz temblorosa—. Nunca lo había visto así. Corrió al campo mientras tú caías, agitó la varita mágica y entonces se redujo la velocidad de tu caída. Luego apuntó a los demen­tores con la varita y les arrojó algo plateado. Abandonaron inmediatamente el estadio... Le puso furioso que hubieran entrado en el campo... lo oímos...
—Entonces te puso en una camilla por arte de magia —explicó Ron—. Y te llevó al colegio flotando en la camilla. Todos pensaron que estabas...
Su voz se apagó, pero Harry apenas se dio cuenta. Pen­saba en lo que le habían hecho los dementores, en la voz que suplicaba. Alzó los ojos y vio a Hermione y a Ron tan preocu­pados que rápidamente buscó algo que decir.
—¿Recogió alguien la Nimbus?
Ron y Hermione se miraron.
—Eh...
—¿Qué pasa? —preguntó Harry.
—Bueno, cuando te caíste... se la llevó el viento —dijo Hermione con voz vacilante.
—¿Y?
—Y chocó... chocó... contra el sauce boxeador.
Harry sintió un pinchazo en el estómago. El sauce bo­xeador era un sauce muy violento que estaba solo en mitad del terreno del colegio.
—¿Y? —preguntó, temiendo la respuesta.
—Bueno, ya sabes que al sauce boxeador —dijo Ron— no le gusta que lo golpeen.
—El profesor Flitwick la trajo poco antes de que recupe­raras el conocimiento —explicó Hermione en voz muy baja.
Se agachó muy despacio para coger una bolsa que había a sus pies, le dio la vuelta y puso sobre la cama una docena de astillas de madera y ramitas, lo que quedaba de la fiel y finalmente abatida escoba de Harry.

8

8

La huida de la señora gorda


En muy poco tiempo, la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras se convirtió en la favorita de la mayoría. Sólo Draco Malfoy y su banda de Slytherin criticaban al profesor Lupin:
—Mira cómo lleva la túnica —solía decir Malfoy murmu­rando alto cuando pasaba el profesor—. Viste como nuestro antiguo elfo doméstico.
Pero a nadie más le interesaba que la túnica del profe­sor Lupin estuviera remendada y raída. Sus siguientes cla­ses fueron tan interesantes como la primera. Después de los boggarts estudiaron a los gorros rojos, unas criaturas peque­ñas y desagradables, parecidas a los duendes, que se escon­dían en cualquier sitio en el que hubiera habido derrama­miento de sangre, en las mazmorras de los castillos, en los agujeros de las bombas de los campos de batalla, para dar una paliza a los que se extraviaban. De los gorros rojos pasa­ron a los kappas, unos repugnantes moradores del agua que parecían monos con escamas y con dedos palmeados, y que disfrutaban estrangulando a los que ignorantes que cruza­ban sus estanques.
Harry habría querido que sus otras clases fueran igual de entretenidas. La peor de todas era Pociones. Snape esta­ba aquellos días especialmente propenso a la revancha y to­dos sabían por qué. La historia del boggart que había adoptado la forma de Snape y el modo en que lo había de­jado Neville, con el atuendo de su abuela, se había exten­dido por todo el colegio. Snape no lo encontraba divertido. A la primera mención del profesor Lupin, aparecía en sus ojos una expresión amenazadora. A Neville lo acosaba más que nunca.
Harry también aborrecía las horas que pasaba en la agobiante sala de la torre norte de la profesora Trelawney, descifrando símbolos y formas confusas, procurando olvidar que los ojos de la profesora Trelawney se llenaban de lágri­mas cada vez que lo miraba. No le podía gustar la profesora Trelawney, por más que unos cuantos de la clase la trataran con un respeto que rayaba en la reverencia. Parvati Patil y Lavender Brown habían adoptado la costumbre de rondar la sala de la torre de la profesora Trelawney a la hora de la co­mida, y siempre regresaban con un aire de superioridad que resultaba enojoso, como si supieran cosas que los demás ig­noraban. Habían comenzado a hablarle a Harry en susurros, como si se encontrara en su lecho de muerte.
A nadie le gustaba realmente la asignatura sobre Cui­dado de Criaturas Mágicas, que después de la primera clase tan movida se había convertido en algo extremadamente aburrido. Hagrid había perdido la confianza. Ahora pasaban lección tras lección aprendiendo a cuidar a los gusarajos, que tenían que contarse entre las más aburridas criaturas del universo.
—¿Por qué alguien se preocuparía de cuidarlos? —pre­guntó Ron tras pasar otra hora embutiendo las viscosas gar­gantas de los gusarajos con lechuga cortada en tiras.
A comienzos de octubre, sin embargo, hubo otra cosa que mantuvo ocupado a Harry, algo tan divertido que compen­saba la insatisfacción de algunas clases. Se aproximaba la temporada de quidditch y Oliver Wood, capitán del equipo de Gryffindor; convocó una reunión un jueves por la tarde para discutir las tácticas de la nueva temporada.
En un equipo de quidditch había siete personas: tres ca­zadores, cuya función era marcar goles metiendo el quaffle (un balón como el de fútbol, rojo) por uno de los aros que ha­bía en cada lado del campo, a una altura de quince metros; dos golpeadores equipados con fuertes bates para repeler las bludgers (dos pesadas pelotas negras que circulaban muy aprisa, zumbando de un lado para otro, intentando derribar a los jugadores); un guardián que defendía los postes sobre los que estaban los aros; y el buscador; que tenía el trabajo más difícil de todos, atrapar la dorada snitch, una pelota pe­queña con alas, del tamaño de una nuez, cuya captura daba por finalizado el juego y otorgaba ciento cincuenta puntos al equipo del buscador que la hubiera atrapado.
Oliver Wood era un fornido muchacho de diecisiete años que cursaba su séptimo y último curso. Había cierto tono de desesperación en su voz mientras se dirigía a sus compañe­ros de equipo en los fríos vestuarios del campo de quidditch que se iba quedando a oscuras.
—Es nuestra última oportunidad..., mi última oportuni­dad... de ganar la copa de quidditch —les dijo, paseándose con paso firme delante de ellos—. Me marcharé al final de este curso, no volveré a tener otra oportunidad. Gryffindor no ha ganado ni una vez en los últimos siete años. De acuer­do, hemos tenido una suerte horrible: heridos..., cancelación del torneo el curso pasado... —Wood tragó saliva, como si el recuerdo aún le pusiera un nudo en la garganta—. Pero tam­bién sabemos que contamos con el mejor... equipo... de este... colegio —añadió, golpeándose la palma de una mano con el puño de la otra y con el conocido brillo frenético en los ojos—. Contamos con tres cazadoras estupendas. —Wood señaló a Alicia Spinnet, Angelina Johnson y Katie Bell—. Tenemos dos golpeadores invencibles.
—Déjalo ya, Oliver; nos estás sacando los colores —dije­ron Fred y George a la vez, haciendo como que se sonrojaban.
—¡Y tenemos un buscador que nos ha hecho ganar todos los partidos! —dijo Wood, con voz retumbante y mirando a Harry con orgullo incontenible—. Y estoy yo —añadió.
—Nosotros creemos que tú también eres muy bueno —dijo George.
—Un guardián muy chachi —confirmó Fred.
—La cuestión es —continuó Wood, reanudando los pa­seos— que la copa de quidditch debiera de haber llevado nuestro nombre estos dos últimos años. Desde que Harry se unió al equipo, he pensado que la cosa estaba chupada. Pero no lo hemos conseguido y este curso es la última oportuni­dad que tendremos para ver nuestro nombre grabado en ella...
Wood hablaba con tal desaliento que incluso a Fred y a George les dio pena.
—Oliver, éste será nuestro año —aseguró Fred.
—Lo conseguiremos, Oliver —dijo Angelina.
—Por supuesto —corroboró Harry.
Con la moral alta, el equipo comenzó las sesiones de en­trenamiento, tres tardes a la semana. El tiempo se enfriaba y se hacía más húmedo, las noches más oscuras, pero no ha­bía barro, viento ni lluvia que pudieran empañar la ilusión de ganar por fin la enorme copa de plata.
Una tarde, después del entrenamiento, Harry regresó a la sala común de Gryffindor con frío y entumecido, pero con­tento por la manera en que se había desarrollado el entrena­miento, y encontró la sala muy animada.
—¿Qué ha pasado? —preguntó a Ron y Hermione, que estaban sentados al lado del fuego, en dos de las mejores si­llas, terminando unos mapas del cielo para la clase de Astro­nomía.
—Primer fin de semana en Hogsmeade —le dijo Ron, se­ñalando una nota que había aparecido en el viejo tablón de anuncios—. Finales de octubre. Halloween.
—Estupendo —dijo Fred, que había seguido a Harry por el agujero del retrato—. Tengo que ir a la tienda de Zonko: casi no me quedan bombas fétidas.
Harry se dejó caer en una silla, al lado de Ron, y la ale­gría lo abandonó. Hermione comprendió lo que le pasaba.
—Harry, estoy segura de que podrás ir la próxima vez —le consoló—. Van a atrapar a Black enseguida. Ya lo han visto una vez.
—Black no está tan loco como para intentar nada en Hogsmeade. Pregúntale a McGonagall si puedes ir ahora, Harry. Pueden pasar años hasta la próxima ocasión.
—¡Ron! —dijo Hermione—. Harry tiene que permane­cer en el colegio...
—No puede ser el único de tercero que no vaya. Vamos, Harry, pregúntale a McGonagall...
—Sí, lo haré —dijo Harry, decidiéndose.
Hermione abrió la boca para sostener la opinión contra­ria, pero en ese momento Crookshanks saltó con presteza a su regazo.
Una araña muerta y grande le colgaba de la boca.
—¿Tiene que comerse eso aquí delante? —preguntó Ron frunciendo el entrecejo.
—Bravo, Crookshanks, ¿la has atrapado tú solito? —dijo Hermione.
Crookshanks masticó y tragó despacio la araña, con los ojos insolentemente fijos en Ron.
—No lo sueltes —pidió Ron irritado, volviendo a su mapa del cielo—. Scabbers está durmiendo en mi mochila.
Harry bostezó. Le apetecía acostarse, pero antes tenía que terminar su mapa. Cogió la mochila, sacó pergamino, pluma y tinta, y empezó a trabajar.
—Si quieres, puedes copiar el mío —le dijo Ron, ponien­do nombre a su última estrella con un ringorrango y acer­cándole el mapa a Harry.
Hermione, que no veía con buenos ojos que se copiara, apretó los labios, pero no dijo nada. Crookshanks seguía mi­rando a Ron sin pestañear; sacudiendo el extremo de su pe­luda cola. Luego, sin previo aviso, dio un salto.
—¡EH! —gritó Ron, apoderándose de la mochila, al mis­mo tiempo que Crookshanks clavaba profundamente en ella sus garras y comenzaba a rasgarla con fiereza—. ¡SUELTA, ESTÚPIDO ANIMAIAL!
Ron intentó arrebatar la mochila a Crookshanks, pero el gato siguió aferrándola con sus garras, bufando y ras­gándola.
—¡No le hagas daño, Ron! —gritó Hermione. Todos los miraban. Ron dio vueltas a la mochila, con Crookshanks agarrado todavía a ella, y Scabbers salió dando un salto...
—¡SUJETAD A ESE GATO! —gritó Ron en el momento en que Crookshanks soltaba los restos de la mochila, saltaba sobre la mesa y perseguía a la aterrorizada Scabbers.
George Weasley se lanzó sobre Crookshanks, pero no lo atrapó; Scabbers pasó como un rayo entre veinte pares de piernas y se fue a ocultar bajo una vieja cómoda. Crooks­hanks patinó y frenó, se agachó y se puso a dar zarpazos con una pata delantera.
Ron y Hermione se apresuraron a echarse sobre él. Her­mione cogió a Crookshanks por el lomo y lo levantó. Ron se tendió en el suelo y sacó a Scabbers con alguna dificultad, ti­rando de la cola.
—¡Mírala! —le dijo a Hermione hecho una furia, ponién­dole a Scabbers delante de los ojos—. ¡Está en los huesos! Mantén a ese gato lejos de ella.
—¡Crookshanks no sabe lo que hace! —dijo la joven con voz temblorosa—. ¡Todos los gatos persiguen a las ratas, Ron!
—¡Hay algo extraño en ese animal! —dijo Ron, que in­tentaba persuadir a la frenética Scabbers de que volviera a meterse en su bolsillo—. Me oyó decir que Scabbers estaba en la mochila.
—Vaya, qué tontería —dijo Hermione, hartándose—. Lo que pasa es que Crookshanks la olió. ¿Cómo si no crees que...?
—¡Ese gato la ha tomado con Scabbers! —dijo Ron, sin reparar en cuantos había a su alrededor; que empezaban a reírse—. Y Scabbers estaba aquí primero. Y está enferma.
Ron se marchó enfadado, subiendo por las escaleras ha­cia los dormitorios de los chicos.


Al día siguiente, Ron seguía enfadado con Hermione. Ape­nas habló con ella durante la clase de Herbología, aunque Harry, Hermione y él trabajaban juntos con la misma Vaini­lla de viento.
—¿Cómo está Scabbers? —le preguntó Hermione aco­bardada, mientras arrancaban a la planta unas vainas grue­sas y rosáceas, y vaciaban las brillantes habas en un balde de madera.
—Está escondida debajo de mi cama, sin dejar de tem­blar —dijo Ron malhumorado, errando la puntería y derra­mando las habas por el suelo del invernadero.
—¡Cuidado, Weasley, cuidado! —gritó la profesora Sprout, al ver que las habas retoñaban ante sus ojos.
Luego tuvieron Transformaciones. Harry, que estaba re­suelto a pedirle después de clase a la profesora McGonagall que le dejara ir a Hogsmeade con los demás, se puso en la cola que había en la puerta, pensando en cómo convencerla. Lo distrajo un alboroto producido al principio de la hilera. Lavender Brown estaba llorando. Parvati la rodeaba con el brazo y explicaba algo a Seamus Finnigan y a Dean Thomas, que escuchaban muy serios.
—¿Qué ocurre, Lavender? —preguntó preocupada Her­mione, cuando ella, Harry y Ron se acercaron al grupo.
—Esta mañana ha recibido una carta de casa —susu­rró Parvati—. Se trata de su conejo Binky. Un zorro lo ha matado.
—¡Vaya! —dijo Hermione—. Lo siento, Lavender.
—¡Tendría que habérmelo imaginado! —dijo Lavender en tono trágico—. ¿Sabéis qué día es hoy?
—Eh...
—¡16 de octubre! ¡«Eso que temes ocurrirá el viernes 16 de octubre»! ¿Os acordáis? ¡Tenía razón!
Toda la clase se acababa de reunir alrededor de Laven­der. Seamus cabeceó con pesadumbre. Hermione titubeó. Luego dijo:
—Tú, tú... ¿temías que un zorro matara a Binky?
—Bueno, no necesariamente un zorro —dijo Lavender; alzando la mirada hacia Hermione y con los ojos llenos de lá­grimas—. Pero tenía miedo de que muriera.
—Vaya —dijo Hermione. Volvió a guardar silencio. Lue­go preguntó—: ¿Era viejo?
—No... —dijo Lavender sollozando—. ¡So... sólo era una cría!
Parvati le estrechó los hombros con más fuerza.
—Pero entonces, ¿por qué temías que muriera? —pre­guntó Hermione. Parvati la fulminó con la mirada—. Bueno, miradlo lógicamente —añadió Hermione hacia el resto del grupo—. Lo que quiero decir es que..., bueno, Binky ni si­quiera ha muerto hoy. Hoy es cuando Lavender ha recibido la noticia... —Lavender gimió—. Y no puede haberlo temido, porque la ha pillado completamente por sorpresa.
—No le hagas caso, Lavender —dijo Ron—. Las masco­tas de los demás no le importan en absoluto.
La profesora McGonagall abrió en ese momento la puer­ta del aula, lo que tal vez fue una suerte. Hermione y Ron se lanzaban ya miradas asesinas, y al entrar en el aula se sen­taron uno a cada lado de Harry y no se dirigieron la palabra en toda la hora.
Harry no había pensado aún qué le iba a decir a la profe­sora McGonagall cuando sonara el timbre al final de la clase, pero fue ella la primera en sacar el tema de Hogsmeade.
—¡Un momento, por favor! —dijo en voz alta, cuando los alumnos empezaban a salir—. Dado que sois todos de Gryf­findor; como yo, deberíais entregarme vuestras autorizacio­nes antes de Halloween. Sin autorización no hay visita al pueblo, así que no se os olvide.
Neville levantó la mano.
—Perdone, profesora. Yo... creo que he perdido...
—Tu abuela me la envió directamente, Longbottom —dijo la profesora McGonagall—. Pensó que era más segu­ro. Bueno, eso es todo, podéis salir.
—Pregúntaselo ahora —susurró Ron a Harry
—Ah, pero... —fue a decir Hermione.
—Adelante, Harry —le incitó Ron con testarudez.
Harry aguardó a que saliera el resto de la clase y se acercó nervioso a la mesa de la profesora McGonagall.
—¿Sí, Potter?
Harry tomó aire.
—Profesora, mis tíos... olvidaron... firmarme la autori­zación —dijo.
La profesora McGonagall lo miró por encima de sus ga­fas cuadradas, pero no dijo nada.
—Y por eso... eh... ¿piensa que podría... esto... ir a Hogs­meade?
La profesora McGonagall bajó la vista y comenzó a re­volver los papeles de su escritorio.
—Me temo que no, Potter. Ya has oído lo que dije. Sin au­torización no hay visita al pueblo. Es la norma.
—Pero... mis tíos... ¿sabe?, son muggles. No entienden nada de... de las cosas de Hogwarts —explicó Harry, mien­tras Ron le hacía señas de ánimo—. Si usted me diera per­miso...
—Pero no te lo doy —dijo la profesora McGonagall po­niéndose en pie y guardando ordenadamente sus papeles en un cajón—. El impreso de autorización dice claramente que el padre o tutor debe dar permiso. —Se volvió para mirarlo, con una extraña expresión en el rostro. ¿Era de pena?—. Lo siento, Potter; pero es mi última palabra. Lo mejor será que te des prisa o llegarás tarde a la próxima clase.


No había nada que hacer. Ron llamó de todo a la profesora McGonagall y eso le pareció muy mal a Hermione. Hermione puso cara de «mejor así», lo cual consiguió enfadar a Ron aún más, y Harry tuvo que aguantar que todos sus compañeros de clase comentaran en voz alta y muy contentos lo que ha­rían al llegar a Hogsmeade.
—Por lo menos te queda el banquete. Ya sabes, el ban­quete de la noche de Halloween.
—Sí —aceptó Harry con tristeza—. Genial.
El banquete de Halloween era siempre bueno, pero sa­bría mucho mejor si acudía a él después de haber pasado el día en Hogsmeade con todos los demás. Nada de lo que le di­jeran le hacía resignarse. Dean Thomas, que era bueno con la pluma, se había ofrecido a falsificar la firma de tío Vernon, pero como Harry ya le había dicho a la profesora McGona­gall que no se la habían firmado, no era posible probar aque­llo. Ron sugirió no muy convencido la capa invisible, pero Hermione rechazó de plano la posibilidad recordándole a Ron lo que les había dicho Dumbledore sobre que los demen­tores podían ver a través de ellas.
Percy pronunció las palabras que probablemente le ayu­daron menos a resignarse:
—Arman mucho revuelo con Hogsmeade, pero te puedo asegurar que no es para tanto —le dijo muy serio—. Bueno, es verdad que la tienda de golosinas es bastante buena, pero la tienda de artículos de broma de Zonko es francamente peli­grosa. Y la Casa de los Gritos merece la visita, pero aparte de eso no te pierdes nada.


La mañana del día de Halloween, Harry se despertó al mis­mo tiempo que los demás y bajó a desayunar muy triste, pero tratando de disimularlo.
—Te traeremos un montón de golosinas de Honeydukes —le dijo Hermione, compadeciéndose de él.
—Sí, montones —dijo Ron. Por fin habían hecho las pa­ces él y Hermione.
—No os preocupéis por mí —dijo Harry con una voz que procuró que le saliera despreocupada—. Ya nos veremos en el banquete. Divertios.
Los acompañó hasta el vestíbulo, donde Filch, el conser­je, de pie en el lado interior de la puerta, señalaba los nom­bres en una lista, examinando detenida y recelosamente cada rostro y asegurándose de que nadie salía sin permiso.
—¿Te quedas aquí, Potter? —gritó Malfoy, que estaba en la cola, junto a Crabbe y a Goyle—. ¿No te atreves a cruzarte con los dementores?
Harry no le hizo caso y volvió solo por las escaleras de mármol y los pasillos vacíos, y llegó a la torre de Gryffindor.
—¿Contraseña? —dijo la señora gorda despertándose sobresaltada.
—«Fortuna maior» —contestó Harry con desgana.
El retrato le dejó paso y entró en la sala común. Estaba repleta de chavales de primero y de segundo, todos hablan­do, y de unos cuantos alumnos mayores que obviamente ha­bían visitado Hogsmeade tantas veces que ya no les intere­saba.
—¡Harry! ¡Harry! ¡Hola, Harry! —Era Colin Creevey, un estudiante de segundo que sentía veneración por Harry y nunca perdía la oportunidad de hablar con él—. ¿No vas a Hogsmeade, Harry? ¿Por qué no? ¡Eh! —Colin miró a sus amigos con interés—, ¡si quieres puedes venir a sentarte con nosotros!
—No, gracias, Colin —dijo Harry, que no estaba de hu­mor para ponerse delante de gente deseosa de contemplarle la cicatriz de la frente—.Yo... he de ir a la biblioteca. Tengo trabajo.
Después de aquello no tenía más remedio que dar media vuelta y salir por el agujero del retrato.
—¿Con qué motivo me has despertado? —refunfuñó la señora gorda cuando pasó por allí.
Harry anduvo sin entusiasmo hacia la biblioteca, pero a mitad de camino cambió de idea; no le apetecía trabajar. Dio media vuelta y se topó de cara con Filch, que acababa de despedir al último de los visitantes de Hogsmeade.
—¿Qué haces? —le gruñó Filch, suspicaz.
—Nada —respondió Harry con franqueza.
—¿Nada? —le soltó Filch, con las mandíbulas temblan­do—. ¡No me digas! Husmeando por ahí tú solo. ¿Por qué no estás en Hogsmeade, comprando bombas fétidas, polvos para eructar y gusanos silbantes, como el resto de tus desagrada­bles amiguitos?
Harry se encogió de hombros.
—Bueno, regresa a la sala común de tu colegio —dijo Filch, que siguió mirándolo fijamente hasta que Harry se perdió de vista.
Pero Harry no regresó a la sala común; subió una escalera, pensando en que tal vez podía ir a la pajarera de las lechuzas, e iba por otro pasillo cuando dijo una voz que salía del interior de un aula:
—¿Harry? —Harry retrocedió para ver quién lo llamaba y se encontró al profesor Lupin, que lo miraba desde la puer­ta de su despacho—. ¿Qué haces? —le preguntó Lupin en un tono muy diferente al de Filch—. ¿Dónde están Ron y Her­mione?
—En Hogsmeade —respondió Harry; con voz que fingía no dar importancia a lo que decía.
—Ah —dijo Lupin. Observó a Harry un momento—. ¿Por qué no pasas? Acabo de recibir un grindylow para nues­tra próxima clase.
—¿Un qué? —preguntó Harry.
Entró en el despacho siguiendo a Lupin. En un rincón había un enorme depósito de agua. Una criatura de un color verde asqueroso, con pequeños cuernos afilados, pegaba la cara contra el cristal, haciendo muecas y doblando sus dedos largos y delgados.
—Es un demonio de agua —dijo Lupin, observando el grindylow ensimismado—. No debería darnos muchas difi­cultades, sobre todo después de los kappas. El truco es des­hacerse de su tenaza. ¿Te das cuenta de la extraordinaria longitud de sus dedos? Fuertes, pero muy quebradizos.
El grindylow enseñó sus dientes verdes y se metió en una espesura de algas que había en un rincón.
—¿Una taza de té? —le preguntó Lupin, buscando la te­tera—. Iba a prepararlo.
—Bueno —dijo Harry, algo embarazado.
Lupin dio a la tetera un golpecito con la varita y por el pitorro salió un chorro de vapor.
—Siéntate —dijo Lupin, destapando una caja polvorien­ta—. Lo lamento, pero sólo tengo té en bolsitas. Aunque me imagino que estarás harto del té suelto.
Harry lo miró. A Lupin le brillaban los ojos.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Harry
—Me lo ha dicho la profesora McGonagall —explicó Lu­pin, pasándole a Harry una taza descascarillada—. No te preocupa, ¿verdad?
—No —respondió Harry
Pensó por un momento en contarle a Lupin lo del perro que había visto en la calle Magnolia, pero se contuvo. No quería que Lupin creyera que era un cobarde y menos desde que el profesor parecía suponer que no podía enfrentarse a un boggart.
Algo de los pensamientos de Harry debió de reflejarse en su cara, porque Lupin dijo:
—¿Estás preocupado por algo, Harry?
—No —mintió Harry. Sorbió un poco de té y vio que el grindylow lo amenazaba con el puño—. Sí —dijo de repente, dejando el té en el escritorio de Lupin—. ¿Recuerda el día que nos enfrentamos al boggart?
—Sí —respondió Lupin.
—¿Por qué no me dejó enfrentarme a él? —le preguntó.
Lupin alzó las cejas.
—Creí que estaba claro —dijo sorprendido.
Harry, que había imaginado que Lupin lo negaría, se quedó atónito.
—¿Por qué? —volvió a preguntar.
—Bueno —respondió Lupin frunciendo un poco el en­trecejo—, pensé que si el boggart se enfrentaba contigo adoptaría la forma de lord Voldemort.
Harry se le quedó mirando, impresionado. No sólo era aquélla la respuesta que menos esperaba, sino que además Lupin había pronunciado el nombre de Voldemort. La única persona a la que había oído pronunciar ese nombre (aparte de él mismo) era el profesor Dumbledore.
—Es evidente que estaba en un error —añadió Lupin, frunciendo el entrecejo—. Pero no creí que fuera buena idea que Voldemort se materializase en la sala de profesores. Pen­sé que se aterrorizarían.
—El primero en quien pensé fue Voldemort —dijo Harry con sinceridad—. Pero luego recordé a los dementores.
—Ya veo —dijo Lupin pensativamente—. Bien, bien..., estoy impresionado. —Sonrió ligeramente ante la cara de sorpresa que ponía Harry—. Eso sugiere que lo que más miedo te da es... el miedo. Muy sensato, Harry.
Harry no supo qué contestar; de forma que dio otro sor­bo al té.
—¿Así que pensabas que no te creía capaz de enfrentar­te a un boggart? —dijo Lupin astutamente.
—Bueno..., sí —dijo Harry. Estaba mucho más conten­to—. Profesor Lupin, usted conoce a los dementores...
Le interrumpieron unos golpes en la puerta.
—Adelante —dijo Lupin.
Se abrió la puerta y entró Snape. Llevaba una copa de la que salía un poco de humo y se detuvo al ver a Harry. Entor­nó sus ojos negros.
—¡Ah, Severus! —dijo Lupin sonriendo—. Muchas gra­cias. ¿Podrías dejarlo aquí, en el escritorio? —Snape posó la copa humeante. Sus ojos pasaban de Harry a Lupin—. Esta­ba enseñando a Harry mi grindylow —dijo Lupin con cordia­lidad, señalando el depósito.
—Fascinante —comentó Snape, sin mirar a la criatu­ra—. Deberías tomártelo ya, Lupin.
—Sí, sí, enseguida —dijo Lupin.
—He hecho un caldero entero. Si necesitas más...
—Seguramente mañana tomaré otro poco. Muchas gra­cias, Severus.
—De nada —respondió Snape. Pero había en sus ojos una expresión que a Harry no le gustó. Salió del despacho retrocediendo, sin sonreír y receloso.
Harry miró la copa con curiosidad. Lupin sonrió.
—El profesor Snape, muy amablemente, me ha prepara­do esta poción —dijo—. Nunca se me ha dado muy bien lo de preparar pociones y ésta es especialmente difícil. —Cogió la copa y la olió—. Es una pena que no admita azúcar —añadió, tomando un sorbito y torciendo la boca.
—¿Por qué...? —comenzó Harry.
Lupin lo miró y respondió a la pregunta que Harry no había acabado de formular:
—No me he encontrado muy bien —dijo—. Esta poción es lo único que me sana. Es una suerte tener de compañero al profesor Snape; no hay muchos magos capaces de prepa­rarla.
El profesor Lupin bebió otro sorbo y Harry tuvo el im­pulso de quitarle la copa de las manos.
—El profesor Snape está muy interesado por las Artes Oscuras —barbotó.
—¿De verdad? —preguntó Lupin, sin mucho interés, be­biendo otro trago de la poción.
—Hay quien piensa... —Harry dudó, pero se atrevió a seguir hablando—, hay quien piensa que sería capaz de cualquier cosa para conseguir el puesto de profesor de De­fensa Contra las Artes Oscuras.
Lupin vació la copa e hizo un gesto de desagrado.
—Asqueroso —dijo—. Bien, Harry. Tengo que seguir tra­bajando. Nos veremos en el banquete.
—De acuerdo —dijo Harry, dejando su taza de té. La copa, ya vacía, seguía echando humo.


—Aquí tienes —dijo Ron—. Hemos traído todos los que pu­dimos.
Un chaparrón de caramelos de brillantes colores cayó sobre las piernas de Harry. Ya había anochecido, y Ron y Hermione acababan de hacer su aparición en la sala común, con la cara enrojecida por el frío viento y con pinta de habér­selo pasado mejor que en toda su vida.
—Gracias —dijo Harry, cogiendo un paquete de peque­ños y negros diablillos de pimienta—. ¿Cómo es Hogsmeade? ¿Dónde habéis ido?
A juzgar por las apariencias, a todos los sitios. A Dervish y Banges, la tienda de artículos de brujería, a la tienda de ar­tículos de broma de Zonko, a Las Tres Escobas, para tomarse unas cervezas de mantequilla caliente con espuma, y a otros muchos sitios...
—¡La oficina de correos, Harry! ¡Unas doscientas lechu­zas, todas descansando en anaqueles, todas con claves de co­lores que indican la velocidad de cada una!
Honeydukes tiene un nuevo caramelo: daban mues­tras gratis. Aquí tienes un poco, mira.
—Nos ha parecido ver un ogro. En Las Tres Escobas hay todo tipo de gente...
—Ojalá te hubiéramos traído cerveza de mantequilla. Realmente te reconforta.
—¿Y tú que has hecho? —le preguntó Hermione—. ¿Has trabajado?
—No —respondió Harry—. Lupin me invitó a un té en su despacho. Y entró Snape...
Les contó lo de la copa. Ron se quedó con la boca abierta.
—¿Y Lupin se la bebió? —exclamó—. ¿Está loco?
Hermione miró la hora.
—Será mejor que vayamos bajando El banquete empezará dentro de cinco minutos Pasaron por el retrato entre la multitud, todavía hablando de Snape.
—Pero si él..., ya sabéis... —Hermione bajó la voz, mi­rando a su alrededor con cautela—. Si intentara envenenar a Lupin, no lo haría delante de Harry.
—Sí, quizá tengas razón —dijo Harry mientras llegaban al vestíbulo y lo cruzaban para entrar en el Gran Comedor. Lo habían decorado con cientos de calabazas con velas den­tro, una bandada de murciélagos vivos que revoloteaban y muchas serpentinas de color naranja brillante que caían del techo como culebras de río.
La comida fue deliciosa. Incluso Hermione y Ron, que estaban que reventaban de los dulces que habían comido en Honeydukes, repitieron. Harry no paraba de mirar a la mesa de los profesores. El profesor Lupin parecía alegre y más sano que nunca. Hablaba animadamente con el pequeñísi­mo profesor Flitwick, que impartía Encantamientos. Harry recorrió la mesa con la mirada hasta el lugar en que se sen­taba Snape. ¿Se lo estaba imaginando o Snape miraba a Lu­pin y parpadeaba más de lo normal?
El banquete terminó con una actuación de los fan­tasmas de Hogwarts. Saltaron de los muros y de las mesas para llevar a cabo un pequeño vuelo en formación. Nick Casi Decapitado, el fantasma de Gryffindor; cosechó un gran éxi­to con una representación de su propia desastrosa decapi­tación.
Fue una noche tan estupenda que Malfoy no pudo en­turbiar el buen humor de Harry al gritarle por entre la mul­titud, cuando salían del Gran Comedor:
—¡Los dementores te envían recuerdos, Potter!
Harry, Ron y Hermione siguieron al resto de los de su casa por el camino de la torre de Gryffindor, pero cuando lle­garon al corredor al final del cual estaba el retrato de la se­ñora gorda, lo encontraron atestado de alumnos.
—¿Por qué no entran? —preguntó Ron intrigado.
Harry miró delante de él, por encima de las cabezas. El retrato estaba cerrado.
—Dejadme pasar; por favor —dijo la voz de Percy. Se es­forzaba por abrirse paso a través de la multitud, dándose importancia—. ¿Qué es lo que ocurre? No es posible que na­die se acuerde de la contraseña. Dejadme pasar, soy el Pre­mio Anual.
La multitud guardó silencio entonces, empezando por los de delante. Fue como si un aire frío se extendiera por el corredor. Oyeron que Percy decía con una voz repentinamen­te aguda:
—Que alguien vaya a buscar al profesor Dumbledore, rápido.
Las cabezas se volvieron. Los de atrás se ponían de pun­tillas.
—¿Qué sucede? —preguntó Ginny, que acababa de llegar. Al cabo de un instante hizo su aparición el profesor Dum­bledore, dirigiéndose velozmente hacia el retrato. Los alum­nos de Gryffindor se apretujaban para dejarle paso, y Harry; Ron y Hermione se acercaron un poco para ver qué sucedía.
—¡Anda, mi madr...! —exclamó Hermione, cogiéndose al brazo de Harry.
La señora gorda había desaparecido del retrato, que ha­bía sido rajado tan ferozmente que algunas tiras del lienzo habían caído al suelo. Faltaban varios trozos grandes.
Dumbledore dirigió una rápida mirada al retrato es­tropeado y se volvió. Con ojos entristecidos vio a los profe­sores McGonagall, Lupin y Snape, que se acercaban a toda prisa.
—Hay que encontrarla —dijo Dumbledore—. Por favor; profesora McGonagall, dígale enseguida al señor Filch que busque a la señora gorda por todos los cuadros del castillo.
—¡Apañados vais! —dijo una voz socarrona.
Era Peeves, que revoloteaba por encima de la multitud y estaba encantado, como cada vez que veía a los demás preo­cupados por algún problema.
—¿Qué quieres decir, Peeves? —le preguntó Dumbledo­re tranquilamente. La sonrisa de Peeves desapareció. No se atrevía a burlarse de Dumbledore. Adoptó una voz empala­gosa que no era mejor que su risa.
—Le da vergüenza, señor director. No quiere que la vean. Es un desastre de mujer. La vi correr por el paisaje, ha­cia el cuarto piso, señor; esquivando los árboles y gritando algo terrible —dijo con alegría—. Pobrecita —añadió sin con­vicción.
—¿Dijo quién lo ha hecho? —preguntó Dumbledore en voz baja.
—Sí, señor director —dijo Peeves, con pinta de estar me­ciendo una bomba en sus brazos—. Se enfadó con ella por­que no le permitió entrar, ¿sabe? —Peeves dio una vuelta de campana y dirigió a Dumbledore una sonrisa por entre sus propias piernas—. Ese Sirius Black tiene un genio insopor­table.